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Lo que esconden los libros

  • Diego Aristizábal | Diego Aristizábal
    Diego Aristizábal | Diego Aristizábal
09 de marzo de 2011
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Me gustan los libros que además de un contenido anhelado también cuentan cosas apenas abrimos sus páginas. Un libro, con el pasar de los años, al igual que un guerrero o un amante, acumula batallas, se impregna de olores, guarda dentro de sus páginas, que son como bolsillos, pedazos de cartas, fotografías, recordatorios, heridas que han madurado con el tiempo.

Alguna vez un viejo librero me contó que cuando era joven buscó desesperadamente un librito de Stefan Zweig, " La lucha contra el demonio ". Después de perder las esperanzas lo encontró en un "agáchese" de domingo por Guayaquil, debajo de las revistas pornográficas. Olía a caca y en la cubierta apenas se veía el nombre, al fin lo había encontrado. Aunque lamentó la condición del libro, esa vida de mierda llevada hasta el momento, no le importó, el viejo librero, cuando era joven, lo leyó con tapabocas y un puntico de alcohol en su nariz.

Algunos libros, al igual que los seres humanos, han sufrido más que otros y apenas los vemos con las páginas ajadas, con las consecuencias de una polilla extinta, con rastros de parafina o de sangre, de humedad o exceso de sol, podemos suponer su recorrido, la pobre vida del sobreviviente. Los otros, los libros que han tenido una vida apacible, que han sido queridos por sus dueños quienes los han marcado y comentado con letra impecable, sólo tienen las arrugas propias de la edad. Los libros también envejecen bajo la sombra del tiempo prudente o a la fuerza.

En un libro que ha vivido encontramos el pasado, las cosas que se esfumaron. Un sello azul de la librería La Pluma de Oro, cuando su dueño era Guillermo Johnson en la década del 30, hace que imaginemos cómo sería ese lugar de la carrera Carabobo con Ayacucho. Lo mismo pasa con la Librería Aguirre que en sus libros ponía un sello de papel con un tridente de manos y cabeza. Los libros son testigos de una época.

Los más usados conservan en el borde de las páginas las marcas de los dedos humedecidos, como aquel libro de oraciones de mi madre que está siempre en su nochero y es lo primero y lo último que lee todos los días. Los libros guardan pedazos de papel con teléfonos, recibos de pago, cabellos que se fueron quedando dentro de las páginas, tarjetas costumbristas hechas con retazos de tela que desearon Felices Pascuas en 1950 y que justo hoy reposa en el mismo lugar donde la encontré: "A la sombra de las muchachas en flor" ocultando la frase que dice: "Cuando uno empieza a querer se pasa el tiempo en preparar las posibilidades de una cita para el día siguiente, pero no en averiguar en qué consiste el amor".

Los libros dicen tantas cosas, incluso, cuando "no los leemos". A veces me siento en mi biblioteca y miro los lomos, abro una página al azar y me regocijo pensando en lo mucho que han tenido que vivir mis amigos para que estén hoy a mi lado. Un fragmento del diario de Papini, que subrayé suavemente con lápiz hace varios años, dice lo siguiente: "Llega el cajón de los libros. Me parece tener, aquí, en un montón, el arte y la sabiduría del mundo entero: libros bien escogidos y que tendré tiempo de rumiar solitariamente".

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