Luz Mila te lloró a todo volumen. Su llanto se contagiaba y mientras caminaba por las calles empedradas de El Atrato, reclamaba tu presencia. Fue muy doloroso Aracely, ver a tu hija así, destruida, pidiéndote la bendición final, con el afán de despedirse para siempre.
Te repito, te lloró y todo el pueblo salió a verla llorar. Ella no se dio cuenta. Sus pasos eran cortos. Muy cortos. Las tres cuadras que caminó, llorando y gritando ¿mami, por qué te fuiste?, las recorrió en 10 minutos. La vida le pesaba. La cara la tenía completamente bañada en lágrimas y cuando le pedí que te recordara, lo hizo sin pausas. Dijo que eras su tesoro.
"Esto es muy duro, si mi mamá se hubiera muerto de otra manera fuera otra cosa, pero la forma cómo murió mi vieja, no es fácil. Ella siempre vivía pendiente de todos sus hijos, vivía muy preocupada por mí, yo también vivía muy preocupada por ella. La adoraba, era mi tesoro, ella me daba fuerza y yo le daba fuerza, por eso le digo que no estaba preparada para esto", dice Luz Mila Cuesta, parada al bordo de la carretera.
Y siguió recordándote: "Era mi amiga, mi compañera. Era la madre más hermosa para mí. La mejor mamá del mundo y quiero decirte, madre, que te voy a recordar siempre y deseo que me sigas escuchando, que no me dejes sola, por favor".
Eso te pidieron, Aracely, que no la dejaras, que te fueras, pero que no del todo, que la escucharas, que la aconsejaras. Lloraba tu muchacha mientras te reprochaba que te hubieras ido sin despedirte, bendito sea. Luego y quizás para remediar un poco ese peso en el que se convirtió tu muerte, tu hija me pidió un abrazo antes de subirse al bus que la llevó a Cétegüi donde te enterraron en la tarde del pasado jueves.
Aracely Mosquera murió a los 55 años de edad. Hace parte del grupo de cinco mujeres y dos hombres que en la madrugada del miércoles perdió la vida en una mina a cielo abierto ubicada en El Atrato, municipio chocoano, a 30 minutos de Quibdó. La mañana del jueves su hija Luz Mila la estaba despidiendo con un lamento que se regó de cuadra en cuadra.
Las otras víctimas son: Warner Miguel Tomazo, Rubiela Palacio, Carlos Andrés Moreno, Alicia Hinestroza, Luz Amparo Palacio y Nemecia Córdoba.
El llanto de los huérfanos
En el salón comunal de Yuto, cabecera municipal de El Atrato, el calor golpea con toda su fuerza, pero al parecer nadie lo siente, nadie se queja. Seis de los ataúdes, cada uno con el nombre de la víctima, con sus coronas de flores artificiales, con sus veladoras derritiéndose; están ubicados al fondo del salón. De repente el silencio llega al lugar y como por arte de magia los gritos lo inundan. "¡Ayy mamiiiiiiiiitaaaaaaa, por qué te fuisteeeeee!". El reclamo es un coro eterno.
En medio de ese quejido y junto a la puerta, sumergido en un silencio pegajoso, con los ojos pequeñitos de llorar, está sentado Edwin Antonio Berrío, uno de los seis hijos de Alicia Hinestroza, quien murió también el miércoles.
Cuenta que su madre llevaba 20 años en este oficio. Que son oriundos de Zaragoza (Antioquia) y que ese miércoles ella empezó a trabajar a las 8:00 de la mañana. Explica que en la mina un día bueno se termina con 50.000 pesos en el bolsillo y que un día malo, se termina con nada. Luego, empieza a llorar sin afanes.
"Siempre nos dijo que estudiáramos, que saliéramos adelante para que no viviéramos la vida que ella vivió. Aunque yo también he trabajado en la minería, sé que no voy a volver, me voy a dedicar a mis estudios por ella y por mis hermanos", dice el muchacho mientras se limpia las lágrimas. Recupera su silla para volver al mutismo de hace unos minutos.
Jonny Andrés Palacio, uno de los cinco hijos de Rubiela Palacio, no mira a los ojos y tampoco llora. Junto a él está su abuela Celestina Roa, quien no se quita un trapito blanco de la cara, evidentemente, escondiendo el dolor. Cuando se le pregunta a Edwin que cómo recuerda a su madre, el muchacho no hace ningún ademán, no se inmuta. Se queda en un silencio fastidioso y después de un minuto largo y en tono de rabia sentencia: "No quiero decir nada de mi mamá". Y desaparece en la multitud de vecinos.
A Yalmer Córdoba, otro de los huérfanos de esta tragedia, le pasa distinto y habla de su mamá, Luz Amparo Palacio, sin problema y sentado al frente de la casa donde vivían juntos. Yalmer tampoco mira a los ojos, pero sí llora. Y así, empieza un relato que, aunque de entrada sabemos que es trágico, mientras el muchacho recuerda la historia segundo a segundo, se guarda la esperanza de que el final sea feliz, como el de los cuentos de hadas.
Así habla Yalmer: "En la mañana del miércoles mi mamá me dijo que se iba para el monte. Le dije que todavía no se fuera que esperara que yo regresara de Quibdó, como yo soy conductor voy varias veces al día. Aún así supe que se había ido para la mina. Durante el día no volvimos a hablar. En la noche, cuando ya estaba dormido, una tía me llamó y me dijo que lo tomara con calma y me contó que a mi mamá la había tapado un derrumbe. Cogí las llaves del carro y salí como loco. Llegué a Yuto y de una salí derecho para la mina. Llegué media hora después y no había nada qué hacer. En ese momento, lo importante era que rescataran el cuerpo de la vieja".
Se detiene en el relato, contesta una llamada, se limpia las lágrimas y luego continúa: "Puedo decir muchas cosas de mi mamá, por ejemplo, que era mi consejera. No voy a volver a la minería. Desde que salí de la mina prometí no volver. Yo le decía a mi mamá que quería darle una mejor vida. Le decía que quería conseguir plata para que ella no tuviera que volver a la mina, pero no se pudo, no me dio tiempo".
Por último, Yalmer explica, tal vez porque hace falta, que toda su familia está de luto: "No solo murió mi madre, no. La tragedia para nosotros es más profunda. Mi hermanastro también cayó ahí, Warner Miguel Tomazo. Tengo a toda mi familia de luto por culpa de la minería".
Carlos se fue con Dios
El cuerpo de Carlos Andrés Moreno no está en el salón comunal. Su familia decidió velarlo en su casa porque así lo pidió el muchacho de 20 años. Su hermana, Tibisay Moreno, está viva de milagro y recuerda cómo esa madrugada vio a su hermano morir, como ella dice, "en las manos de Dios".
La mujer no para de llorar. No mira a los ojos y tampoco se quita el trapo blanco de la cara. Está despeinada. En sus uñas hay barro y se queja de un dolor en el pie derecho. Huele a cigarrillo.
Así vivió Tibisay la tragedia: "El miércoles bajamos al 'hueco' como de costumbre a rebuscarnos el pan. La tierra estaba como partida, pero usted sabe que el barequero lo que hace es rebuscarse su libra de arroz y entonces lavamos, pero no cogíamos nada. Una amiga nos dijo que nos fuéramos. Mi hermano Carlos dijo que él no se iba, que tenía que completar la plata para una parte de la moto. Le insistí en que nos fuéramos, que dejara de ser terco. Me alejé de él como tres pasos, mientras lavaba la batea cuando sentí que algo se movió. Ahí fue cuando la primera avalancha lo tapó hasta el pecho, le metí los brazos, pero no podía sacarlo, estaba muy pesado".
Se detiene. Llora. Se inclina y llora más. Se pone el trapo blanco en la boca para contar el final: "En ese momento todavía estaba vivo y me decía, 'tranquila, tranquila, yo estoy con Dios'. En eso llegó la otra avalancha. No sé cómo me salvé. No sé. Cuando volví en sí, ya ni siquiera se veía el hueco, la loma se bajó con todo. Mi hermano murió con Dios".
El jueves en la tarde, Carlos fue enterrado en silencio, acompañado por el sonsonete del llanto de su hermana.
La despedida
El canto triste de la cantante española Rocío Durcal le dio el inicio a la procesión del entierro y el momento se hizo tan triste que daban ganas de no estar ahí.
"Tu eres la tristeza hoy de mis ojos, que lloran en silencio por tu amor, me miro en el espejo y veo en mi rostro, el tiempo que he sufrido por tu adiós, obligo a que te olvide el pensamiento...".
Ahí, caminando entre sombrillas, escondiéndosele a los rayos del sol, y además teniendo de banda sonora el triste canto de Rocío, estaba José Hugo Tomazo Mosquera, padre de Warner Miguel Tomazo de 22 años y esposo de Luz Amparo Palacio. Los dos quedaron sepultados en la mina, como ya lo contó Yalmer, hijo de Luz Amparo.
Miguel, tu padre estaba destrozado. Qué hombre tan triste. Si lo vieras no lo reconocerías. El papá fuerte que conociste, se hacía trizas mientras caminaba detrás de tu ataúd.
Cuenta que estabas terminando el bachillerato y que aunque sí conociste el trabajo de la mina, tu único oficio era dedicarte a estudiar. "La noche del martes mi niño se ofreció a llevarle comida a mi esposa, Luz Amparo. Fue por eso que también murió".
Además de estudiar, cuenta tu padre, también vendías galletas en los buses y por eso todos los conductores de la región te conocían como el galletólogo . Bonito oficio.
De vos, Luz Amparo, tu esposo es poco lo que habla. El llanto no lo deja. Busca un poco de aire, toma fuerzas, se apoya en un muro, se inclina y su llanto se transforma en gritos de desconsuelo.
¡Qué esposo tan triste! Luego, repite que no quiere hablar de vos y se hunde nuevamente en la tragedia de haberte perdido y entonces, saca fuerzas, se limpia las lágrimas y te manda un mensaje a ti a su hijo Miguel: "Quiero decirles que me den valor para aguantar esto y que mi Dios los tenga en su Santo Reino y que nos tocó así, tocó las de perder. Mañana voy a estar con ustedes. Dios me los guarde" y revienta en llanto.
La despedida de ustedes, Miguel, Rubiela, Carlos, Alicia, Luz Amparo, Aracely y Necemecia, fue multitudinaria. Como ídolos. Como los amigos que fueron. El pueblo entero los acompañó para dejar claro que todos en este pueblo quedaron huérfanos.
De repente y cual fantasma, caminando rumbo al cementerio aparece Luz Mila y sin que nadie le pregunte qué hace, por qué está aquí y no en Cértegüi, ella dice, ahora sin asomos de llanto:
"¡Ellos, también son mis muertos!" y desaparece, otra vez.
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