Para ganarse la vida, Iván Darío Ramírez Grisales les lava las casas a los muertos.
Desde hace más de quince años, esa es su labor. Todos los días llega temprano al cementerio Campos de Paz, procedente de su casa en Santa Elena. Luego de saludar a sus amigos vivos, los vendedores de flores, en especial a los Grajales, los del puesto del extremo, toma sus útiles de trabajo, los cuales suele guardar en éste, y dirige sus pasos al campo sembrado de tumbas.
Como hoy es día de los Fieles Difuntos, según el Calendario Católico, y en general noviembre es mes de los muertos, este mortal atraviesa una especie de temporada alta para su necronegocio. Los deudos quieren tener resplandecientes las tumbas de sus seres queridos.
Ayer, en la soleada mañana, los alcaravanes le dieron la bienvenida a prudente distancia. Olía a césped recién cortado. No a flores. Iván fue planeando en su mente lo que debía hacer.
Primero, arreglar floreros de algunas tumbas; después, pegar las paredes marmóreas de unos de estos, cuyo pegante se ha cristalizado con los años o, mejor, con la intemperie; más tarde, cuando los obreros del corte hubieran terminado la poda cerca de las tumbas cuyo mantenimiento le corresponde, debería barrer con su cepillo las losas, para retirar los fragmentos de hierba: en muchas de ellas ya habían formado un tapiz verde que impedía leer mensajes como el de Carlos Mauro Hoyos, el procurador, asesinado en enero de 1988, que dice: Hago una convocatoria a la solidaridad. En el país no hay solidaridad permanente, hay una solidaridad de 24, 48 horas o de un minuto de silencio cuando matan a un personaje...
Para colmo, esas letras en bajorrelieve se están borrando. En breve, los familiares le dirán a Iván Darío que tome un pincel y las retoque con pintura negra.
Como es de Santa Elena y hasta ha sido silletero, ese asunto de la estética está vivo en él. Está preparado para que alguna persona le pida un arreglo en forma de veladora o de canasta o de corazón, elementos formados con flores, más que todo gladiolos y gíngeres.
Nacido el 23 de abril de 1959, se dedicó primero a cultivar flores y hortalizas en la finca paterna, en la vereda San Miguel, de Santa Elena, donde todavía habita.
Más tarde, a vender ambas mercancías en una esquina de Belén, para lo cual solía bajar del corregimiento en el Apolo XI, un bus de escalera que comienza su recorrido a media noche y en la madrugada entra a la urbe con una carga de humanos medio dormidos en las bancas y líos de flores, mostaza y verduras en el capacete.
Un día de 1994, Antonio Grajales, el papá de los vendedores del puesto de flores de Campos de Paz, lo llamó para que brillara losas. Era tanto el trabajo, que requería ayuda. "Eran tiempos mejores; había más plata y casi toda la gente mandaba a limpiar y brillar las tumbas de sus seres queridos", cree Iván Darío.
Grajales le cedía solamente las brilladas de los mármoles con cera de pisos. No los arreglos ni las limpiezas. Y le pagaba a 10.000 pesos al día. El oficio apareció en un momento oportuno, porque al decir de Iván, la calle se había vuelto dura, las ventas habían aflojado.
Buena compañía
"Al principio me daba como verrionderita trabajar en el cementerio". ¿Susto? "Sí, susto". Pero eso va pasando. Aunque sólo a él le sucedía. Su esposa, Beatriz Elena Atehortúa, sus hijos Astrid Elena, Iván Alberto y Edwin Camilo, a quienes "levanté y di el estudio con esto de los muertos", no les ha parecido cosa de otro mundo. Notaron desde el principio que era rentable y "no había que aportar principal para nada", es decir, no requería capital.
Ellos mismos, "incluida la muchachona", le ayudaban cuando iban terminando el bachillerato y no habían conseguido trabajo.
¿Qué es la muerte? La muerte no es nada. Sólo me he refugiado en la habitación de al lado. Llámame por mi diminutivo de siempre... "Sí hay mensajes muy bonitos y conmovedores. Son como poemas escritos en la losa", comentó Iván, quien, en tantos años, ha leído muchos de ellos.
Todo el día habría ruido. Lo adivinó tan pronto aspiró el olor a hierba recién cortada. Porque además del esporádico rugido de los motores de los aviones que pasaban volando bajo para aterrizar en el Olaya Herrera, no tardarían en encender de nuevo los de las podadoras.
Pero el Sol estaba de su parte. En días azules como este, no hay que lidiar tanto con el bendito pantano que va a pegarse en las cruces y en las alas de los ángeles de yeso, esos que tocan trompeta o piden silencio.
Iván considera noble ese gesto de los parientes de encargar el aseo de las tumbas, el arreglo de los floreros con flores nuevas y el brillo de los mármoles. Es su forma de expresar cariño a los seres que ya no están físicamente.
"¿Si alguien se murió, uno lo va a abandonar? No. Después de muerto también lo debe tener en cuenta. Con la muerte no termina todo", reflexionó este hombre a quien no le da miedo morirse, sino la forma en que suceda.
"Cuando yo muera, que también le hagan mantenimiento a mi tumba. Que la pinten. Que le pongan flores. Pero no me gustaría estar en tierra, como las que atiendo, sino en bóveda".
Y tomando la cera y los trapos y el cepillo, en un ademán de prisa ante un día que prometía ser largo e intenso, se volvió para decirme: "los muertos son buena compañía: son silenciosos; al menos no hablan mal de nadie". Y sus últimas palabras quedaron subyugadas por el ruido de los motores de las podadoras, que en ese momento se encendieron.
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