El expresidente Andrés Pastrana, para seguir la moda de los exjefes de Estado de escribir sus memorias, ya anunció las suyas. Las promociona con el argumento de que "bien vale escribir la historia de verdad".
¿Estimará acaso que sus antecesores lo han hecho con sesgo o imprecisiones?
Ha sido constante en el mundo de la literatura política que los expresidentes quieran dejar como herencia a sus admiradores, indiferentes o contradictores, la constancia escrita de lo que hicieron o no pudieron hacer. Hablar de sus éxitos y frustraciones, justificando no pocas veces -de acuerdo con la vanidad o la autosuficiencia, más que con relativa dosis de humildad- los errores que cometieron. Por supuesto exageran aquellos aciertos que la opinión pública en algún momento les reconoció.
No todas las memorias de los líderes y jefes de Estado o de Gobierno han sido escritas de puño y letra de los protagonistas. Muchas han sido dictadas para que escritores de poco o reconocido prestigio las editen. Destilan en esos mosaicos de megalomanías, cronistas de todos los pelambres y hasta novelistas para modelar la obra. Así depuran de brusquedades literarias su contenido y buscan hacerlas más atractivas, evitando que los "ladrillos" ocupen todos los espacios de la construcción de sus hazañas.
Dice el periodista Julián Casanova, en artículo de El País, de Madrid, que en las memorias de Ulysses Grant -presidente de los Estados Unidos- metió las manos Mark Twain, para que así el general no metiera las patas. Y así como esta, muchas autobiografías de jefes de Estado han sido editadas por hombres de letras, bien remunerados en su papel de consuetas o intérpretes de vanidades, banalidades, o herencias ideológicas ejemplares.
En la historia ha habido grandes memorias. Las de Churchill sobre la II Guerra Mundial. Las de Nixon, quien con ellas hizo infructuosos esfuerzos por borrar el escándalo del Watergate. El general De Gaulle hizo las suyas. También Manuel Azaña, el presidente de Gobierno de la guerra civil española. En la lista están Gorbachov con su Perestroika, Mandela y la Thatcher.
Pero no todas han sido de calidades. Entre las menos apetecidas están las de Reagan. Él mismo se encargó de satirizarlas cuando con sentido burlón expresó que había oído decir que "era un texto estupendo, y que de pronto se lo iba a leer". Por lo menos fue honrado para reconocer su propia participación en sus memorias.
Ahora estamos pendientes, entonces, de las memorias de Andrés Pastrana.
Ojalá revele más verdades que justificaciones de su controvertido cuatrienio. Que destile en ellas más sinceridad que vanidad, más objetividad que aprovecharlas para pasar cuentas de cobro políticas a sus opositores. Y que revele sus vacilaciones no sólo en el sostenimiento por tanto tiempo de los estériles diálogos del Caguán, sino en denunciar con mayor fuerza los narcocasetes que comprometían en materia grave la campaña electoral de su contrincante en 1994, y que el presidente Gaviria se los habría metido en el bolsillo.
Queremos creer que con las memorias de Pastrana no ocurrirá lo mismo que con las memorias de Nixon -según narra Casanova en El País- cuando sacaron volantes para boicotearlas, pregonando que "no las compraran por ser una estafa".
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