El abuso fue doble. Primero violaron su intimidad y después la juzgaron. Los autores del libro Out of Captivity, por ligereza, por rencor, por interés comercial, por lo que fuera, fijaron sus ojos y los de sus lectores en escenas que, si sucedieron, hacen que una persona decente vuelva los ojos al otro lado, porque pertenecen a la esfera de lo personal y privado, las rodea esa atmósfera de inviolabilidad que protege los actos que son de uno y de nadie más.
Marc Gonsalves y compañía osaron entrar donde nadie entra, y con ellos entraron todos los mirones convocados por el libro y los medios de comunicación.
Stansell pretendió justificar su abuso al afirmar, con la seguridad con que se proclaman axiomas, que "no estoy de acuerdo con eso de que lo que pasa en la selva, allí se queda".
Pero Gonsalves lo corrigió en la misma entrevista (El Tiempo, 01-03-09, 1,6) al admitir que quemó cartas escritas y recibidas en la selva: "se quedaron en la selva, nunca salieron de allí".
El derecho de que él hizo uso, se lo negaron a Íngrid y a los demás compañeros de cautiverio exhibidos en su chismorreo.
Ni ellos, ni los periodistas que destacaron los episodios íntimos de los secuestrados, le admitirían a nadie la explotación y el escándalo con sus propias intimidades, porque defenderlas de las miradas ajenas es un derecho de toda persona.
Y hay sólidas razones para proteger celosamente la intimidad; hay que destacar en ese caso el derecho a no ser juzgado por actos que solo uno puede juzgar, porque pertenecen a su fueron íntimo y escapan al fuero común. Implicaba un juicio taimado esa información sobre el libro, subrayado por cronistas o editores en los párrafos sobre intimidades. Había un sutil tono de reproche y de linchamiento moral que destilaba malevolencia, o hipocresía, o las dos. ¿Puede acaso ser genuino este escándalo de una prensa y de una sociedad, cada vez más permisivos en materia de sexo?
Son los mismos medios y, quizás, los mismos cronistas que rompen lanzas en defensa de los derechos de homosexuales gais, que destacan como vendedoras las informaciones sobre toda clase de actividades sexuales, los que fingen reprobación ante parejas que hacen el amor en un cambuche guerrillero.
A la hipocresía y al abuso hay que agregarle el criterio obtuso que impide examinar los contextos. No es lo mismo la relación de pareja en condiciones de libertad, a lo que puede suceder en la situación límite de un secuestrado.
¿Puede alguien, desde el ambiente confortable de su apartamento, cercano a las personas que ama, atreverse a juzgar a personas agobiadas por la soledad y la desesperanza?
Pertenece al imaginario cristiano aquel reto que escucharon los que querían lapidar a una mujer adúltera: "el que no tenga pecado, arroje la primera piedra". Las piedras que comenzaron a lanzar Gonsalves y compañía no han sido arrojadas por jueces libres de pecado.
El abuso y la infamia crecen cuando la intimidad ajena se convierte en mercancía. Los jueces colombianos sancionaron la difusión de un video de una actriz que hacía el amor, porque alguien, dizque en nombre de la verdad "lo que estamos diciendo es la verdad de lo que pasó" (Gonsalves) o en uso de su libertad "ahora que estoy libre nadie me va a poner cadenas" (Stansell) había convertido una intimidad en mercancía. Pasó en ese programa de televisión y se repite en Out of captivity, un libro con buenas ventas.
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