Aterrizo en una de las ciudades más violentas del planeta.
Una bocanada de aire americano empapa mis pulmones con su cálida humedad. Nada más abrirse las compuertas del avión, decenas de matices se cuelan en su interior a 30 grados centígrados, provocando una explosión cargada de salitre, selva, queroseno y lluvia.
El trajín en el aeropuerto Ramón Villeda Morales es incesante, como el de un ejército en los caóticos instantes previos a la batalla. La puerta de entrada a San Pedro Sula, el aeródromo más importante de Honduras, conocido antaño como “La Mesa”, refleja la pujanza de una ciudad brutal y hermosa a partes iguales, un espejo del resto del país y de casi toda Centroamérica, donde conviven pared con pared la miseria y la opulencia desmedida con montañas de basura circundadas por la exuberancia de una naturaleza todavía primitiva.
El contraste es aún más salvaje que en cualquier otra ciudad americana, quizá por su desmedido desarrollo, que la ha convertido en motor económico del país, generando el 50 % de la riqueza hondureña y el 60 % de las exportaciones.
Todo o casi todo lo que va camino de Estados Unidos pasa por la populosa y pujante capital del valle del Sula. Su proximidad a Puerto Cortés, el principal del país, ayuda a atraer a buena parte del comercio legal e ilegal del continente.
Una parte importante de este flujo escapa, oficialmente, al control de las autoridades aduaneras y policiales. Hablamos de la maldita droga, que ha invadido las permeables y siempre dispuestas estructuras de los Estados centroamericanos, pero también del creciente comercio de armas, muchas de ellas con destino a Colombia.
Se produce así un doble flujo: la coca colombiana pasa por Centroamérica camino de México y Estados Unidos, mientras que las armas de fuego llegan por el otro carril desde Norteamérica.
En un reciente informe, la ONU ha cifrado en 2,2 millones las armas registradas en Centroamérica y en otros 2,8 millones las que circulan en el mercado negro.
El 36 % de las armas ilegales que llegan a Colombia proviene de estos mercados, a razón de 300 dólares un fusil automático AK-47. Por su parte, el narcotráfico representa nada menos que el 13 % del PIB de Honduras, 1.949 millones de dólares en total, el 14 % del nicaragüense (910 millones) y el 10 % del guatemalteco (nada menos que 4.046 millones anuales).
Pero Centroamérica es además tierra de paso para miles de “espaldas mojadas” de todo el mundo. El poder de las mafias que comercian con seres humanos está vinculado al tráfico de armas y de drogas.
Una tríada letal que exige 60.00 dólares a cada emigrante chino, 13.000 a los indios, 12.000 a los cubanos y 4.250 a los centroamericanos, que suponen el 75 % de los inmigrantes no mexicanos detenidos en la frontera con EE. UU.
En la región más violenta del mundo, Honduras se lleva la palma, con 87 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Sin embargo, en el país con la tasa de asesinatos más alta del globo, son mayoría quienes quieren vivir en paz y ganarse la vida honradamente. Sólo la violencia frena el impulso que necesita Centroamérica para despegar de una vez por todas. Con una simple caída del 10 % en la tasa de homicidios, todos los hondureños serían un 0,7 % menos pobres, según las estimaciones del Banco Mundial.
La pregunta es: ¿les interesa a los políticos centroamericanos que sus países crezcan o sólo les preocupa llenarse los bolsillos con esta espiral de violencia? La respuesta yace en una cuneta de una calleja oscura de San Pedro Sula. Son las 2 de la madrugada y está muerta.
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