Uno de los conceptos que más se ventiló en la pasada Asamblea del BID -en donde Antioquia y Medellín se lucieron a través de sus gobernantes y ciudadanía, dejando atrás la lobería que tanto nos preocupaba de incurrir como mal del subdesarrollo cultural- fue el de la transparencia en la inversión.
Si el recetario para salir de la crisis económica -a la cual precipitaron al mundo los Estados Unidos- abordó toda clase de estrategias, la insistencia en proclamar el imperio de la ética en los distintos campos de la economía, constituyó el deseo de reincorporarla a la vida colectiva de los pueblos y gobiernos.
Indudablemente que las mejores oportunidades para salir de la encrucijada de la crisis se malogran si la corrupción aparece en escena como factor común de los negocios. La utilización de los recursos -por halagadores y beneficiosos que parezcan para sus inversiones - si están contaminados de corruptelas y despilfarros, su productividad y eficiencia se malogran. Ejemplos hay de sobra en ciertos países latinoamericanos en donde han llegado recursos a montones y cuando se van a analizar sus rendimientos a favor de sus comunidades, las sorpresas ingratas aparecen por todos los costados.
Sin transparencia para canalizar los dineros que se adquieren en los diversos mercados financieros, todo esfuerzo por cristalizar las obras sociales de infraestructura, a final de cuentas se frustran. Efraín Efromovich, empresario brasilero, sostuvo que la transparencia, con seguridad y garantías, formaba el trípode sobre el cual se asienta la confianza del inversionista.
La corrupción es uno de los males que aflige a los Estados latinoamericanos. No ha podido la región reducirla siquiera a sus "justas proporciones", como diría algún ex presidente colombiano de los tantos pintorescos y desenfocados que hemos tenido en estos 200 años de vida independiente.
La deshonestidad e indelicadezas, barren con la eficiencia del gasto público. Se constituye en sobrecostos por sus coimas, trampas y demás delitos consagrados en los códigos y en la ética, hechos que hacen crecer los déficits, común denominador de los presupuestos de las naciones en vía de desarrollo.
Si teóricamente América Latina puede estar mejor preparada que otros continentes para enfrentar la crisis económica que ya agobia a vastos sectores de la vieja Europa, debe combatir los altos índices de corrupción, si quiere dar un parte significativo al final del ciclo recesivo. Mientras en la mayoría de los Estados latinoamericanos persista la malversación de fondos, se asalte impunemente el erario, se amañen los contratos públicos a reajustes indebidos y desproporcionados, se tolere el maridaje delictuoso del tráfico de influencias y haya poco freno al peculado, será bien difícil que los ingresos del Estado -con las cascadas de reformas tributarias que afectan en mayor grado a las hoy pauperizadas clases medias del continente- puedan cubrir las necesidades insatisfechas de unas comunidades. De unas sociedades que miran estupefactas un panorama social cada vez más incierto y moralmente opaco.
Tan opaco como la misma falta de transparencia con la que se mueven hoy las cuentas nacionales y muchas inversiones y negocios, desde el Río Grande hasta la Patagonia.
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