No nació en San Cristóbal, pero en más de 20 años que lleva allí viviendo ha aprendido a querer tanto este corregimiento, que ya no echa de menos su origen urraeño.
Apenas sí extraña levemente el lugar donde tuvo su segundo nacimiento: Itagüí. Allí, donde aquietó sus plantas por un tiempo, comenzó, unos años antes de llegar a San Cristóbal, su vida de artista, al lado de Lillia Pimienta, la fundadora de la escuela Eladio Vélez.
En plenos ochentas, cuando ella llegó al corregimiento, ya con una hija, Támara, la única de sus hijos que no es nació en éste, bien podía decirse que San Cristóbal era un poblado de artesanos y artistas plásticos.
A su centro urbano y en sus veredas se habían ido a vivir muchos de los trabajadores manuales de Medellín.
Y, según recuerda Walter Correa, el curador de arte, muchos artistas de las universidades también se fueron a vivir allá, atraídos más que todo por el clima y la tranquilidad de un sitio que todavía resultaba un poco apartado de la ciudad.
Y Marleny era uno de los más de 280 artesanos y 350 pintores que se establecieron allí con sus lienzos y resinas.
Al principio, fue obediente a su empirismo y a su intuición; pero fue recibiendo capacitaciones en las universidades que impulsaron su talento.
Su vida se le va en pintar y hablar con artistas de San Cristóbal. Su casa, situada en uno de los costados del Parque, es un centro cultural. Parece una galería. Las paredes están llenas de cuadros, pero no todos suyos, porque son más los que vende que los que le quedan. Y las repisas y las mesas, colmadas de cerámicas, éstas sí de su autoría. El Quijote es uno de sus temas.
Allá está su taller, que involucra toda la vivienda, porque si bien hay caballetes que podrían limitar su accionar, ella riega materiales y útiles por todas partes. Y el taller Poporo, en el que dicta clases de artesanías y artes plásticas a mujeres y niños.
También está la sede de la corporación Cerro del Padre A-Maya, que dirige Támara, con proyectos culturales y ambientales. Es una habitación de la entrada, convertida en oficina y decorada con una secuencia fotográfica del Puente Colgante sobre La Iguaná, especialmente de su construcción en 1939, y con otros cuadros históricos.
Porque ella, además de artista, tiene la historia del corregimiento en su casa. En una biblioteca hundida en la parte más oculta, los libros dejan algún espacio a paquetes atiborrados de documentos que dan fe de la vida activa de San Cristóbal.
Y a pesar de que tiene el mundo entre esas cuatro paredes, se la pasa visitando artistas en sus talleres o en la Casa de la Cultura, separada de la suya apenas por algunos pasos.
A mano. Así se ha ganado Marleny Maya amores y odios -más los primeros, por fortuna-, como se ganan todo los artesanos y los artistas en todas partes del mundo.
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