Tarde o temprano iba a pasar. Después de dedicarse durante toda su carrera a hacer películas que se disfrutan mejor si uno ha dejado las neuronas en el parqueadero del centro comercial, como Transformers o Bad boys, a Michael Bay le ha ocurrido de nuevo lo que le pasó en 1996 con La roca: ha hecho una película decente (decente no significa buena, aunque La roca sí lo era), tal vez, sin querer queriendo.
Es muy probable que Michael Bay no haya sido consciente de que al utilizar su estilo de videoclip noventero o de comercial de cerveza (colores cálidos en todas las imágenes, uso exagerado de la cámara lenta, tomas con movimiento para escenas que no valen la pena), al contar una historia de unos fisicoculturistas que se metieron a secuestradores por el afán de tener lo que todo el mundo, estaba haciendo justo lo que necesitaba esta historia para convertirse en una crítica involuntaria y descarnada al estilo de vida americano, que cientos de programas de televisión se encargan de vendernos día tras día.
Daniel Lugo, un instructor de gimnasio casi bien construido (en esta película todo es casi bueno) por Mark Wahlberg, se da cuenta de que necesita tomar las riendas de su vida, gracias a los seminarios de superación personal a los que asiste. Convence entonces a dos cómplices, Paul y Adrian, de que secuestrar a Victor Kershaw, el dueño rico de un restaurante, les permitirá tener lo que siempre han querido: lanchas para pasear, casas con jardines gigantes, sexo fácil. Lo que cualquier participante de un reality show aspira para su futuro.
El secuestro se les sale de las manos, cuando la víctima (un judío que viene de Colombia, razón por la cual no es escuchado por la policía de Miami, que no quería involucrarse en los noventas con nada que tuviera que ver con nuestro país), sobrevive al encierro y descubre sus identidades. Sin embargo, el torpe plan parece dar resultado cuando todas las posesiones de Victor pasan a las manos de los tres cómplices, que descubrirán lo poco que dura una riqueza mediocre cuando se vive la vida loca.
En manos de un director más cáustico en su humor, como Quentin Tarantino, Sangre, sudor y gloria habría tenido un par de secuencias memorables y habría ido en ascenso hacia un final apoteósico. Michael Bay, que luce desorientado al tener que hacer planos que duran más de tres segundos, comienza a cansarse de sus personajes a mitad de la película, hasta dejarlos abandonados a su suerte, olvidando el tono de imitación barata de las buenas cintas de mafiosos, que intencionalmente había usado al principio.
Si se la toma en serio, Sangre, sudor y gloria, es una película terrible. Pero si se la ve como lo que es, una parodia de género, que pretende criticar la realidad que retrata a punta de humor negro (como Boogie el aceitoso hace con la violencia), entonces la película cobra otro valor. El de ser el grito de auxilio de toda una generación y un país que creyó que la vida debía parecerse a Guardianes de la bahía
Samuel Castro,
Editor Ochoymedio.info. Miembro dela Online Film Critics Society
Twitter: @samuelescritor