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Sí se puede

11 de junio de 2008
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Como lo ha demostrado la "Comisión del Desarrollo" auspiciada por el Banco Mundial en reciente y crucial reporte, si bien no sabemos lo suficiente sobre las relaciones de causalidad en el proceso de desarrollo, es claro que los países que han gozado de crecimiento prolongado registran, al mismo tiempo, tasas elevadas de inversión en infraestructura. Lo es también que la pobreza en parte se define por la falta de acceso a este bien público. El déficit global es elevado: 2,4 billones de personas carecen de acceso al saneamiento básico, 1,6 a la energía eléctrica y más de un billón al agua potable. Entre nosotros, la cobertura urbana es casi universal pero todavía tenemos una brecha del orden del 30 por ciento en acueducto y saneamiento en zonas rurales.

El auge mundial en obras de infraestructura ocurre en un contexto específico que debe ser tenido en cuenta porque incide en la formulación e implementación de la política. En primer lugar, el cambio climático que implica retos sustanciales en el diseño de los proyectos de infraestructura. Hoy se impone la utilización de energías limpias (hidroeléctrica, eólica, o solar); por el contrario, el uso del carbón, el petróleo y sus derivados, requiere enormes cautelas. Tratándose de la construcción de grandes proyectos, es indispensable una cuidadosa evaluación del balance neto ambiental entendido de manera integral y dinámica. Es decir, se requiere calcular el impacto de las obras propuestas a lo largo de su vida útil, tanto como si ellas dejaran de realizarse. El pensamiento ambientalista correcto asume que intentar detener el progreso no es factible económicamente y resulta injusto con los sectores pobres de la población.

De otro lado, la globalización de los flujos de comercio y la configuración de grandes conglomerados urbanos en lo que antes se llamaba "el tercer mundo", tiene enorme importancia en la demanda por infraestructura; se requiere competir en los mercados mundiales y garantizar la calidad de la vida en unas ciudades que crecen con inusitada velocidad. Habrá que ver si los sistemas de transporte masivo que se construyen en varias ciudades resuelven a mediano plazo el problema de congestión.

El crecimiento, que se vaticina estructural, de los precios de los alimentos, y la demanda sostenida por biocombustibles, crea enormes esperanzas de bienestar a los países que pueden incrementar su producción agrícola de manera significativa; Colombia es, sin duda, uno de ellos. El pleno aprovechamiento de estas posibilidades torna imperativa la mejora de las comunicaciones entre las zonas urbanas y rurales de los países productores, y su adecuada integración con los mercados mundiales. Por este motivo tienen sentido tanto el "Plan 2.500 Km.", como las llamadas "vías para la competitividad".

La provisión de agua para riego plantea un problema colosal. Entra en competencia con las necesidades de consumo humano de una población urbanizada, que en los países pobres y de ingreso medio crece con celeridad, y debe afrontar el problema de una caída sustancial de las fuentes de agua dulce derivada del calentamiento global.

La dotación de agua per capita de Colombia es excelente pero, en buena parte, las fuentes potenciales están ubicadas lejos de donde el recurso se necesita. Ignoro si tenemos las proyecciones de oferta y demanda necesarias para evitar cuellos de botella a mediano plazo.

Por último, la alta disponibilidad de recursos financieros privados para proyectos de infraestructura es una realidad incuestionable. Para beneficiarse de esta alternativa es preciso ofrecer estabilidad económica, reglas de juego claras y estables, y un catálogo de proyectos bien estructurado. La amplia participación de inversionistas que tuvo la subasta para la provisión futura de energía demuestra que Colombia está en la mira de grandes jugadores. El desafío ahora es replicar este éxito en el sector de carreteras.

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