No hay mal que por bien no venga. Cuando MGM se declaró en bancarrota, en noviembre de 2010, la producción de la película 23 de la franquicia de James Bond entró en coma. Nadie sabía si habría dinero para hacerla. Pero esos nueve meses de expectativa, en los que el director Sam Mendes y los escritores de la saga trabajaron en secreto en el guión, se notan en Operación Skyfall. A diferencia de la entrega anterior, Quantum of solace, aquí la trama es un mecanismo bien aceitado, donde cada escena y cada personaje secundario tiene una razón de ser y no se deja ningún cabo suelto.
Esa es la primera, de las muchas cualidades de este James Bond . Que permite a los que se acerquen por primera vez al espía más famoso del cine, entender algunos comportamientos del personaje (la actitud sarcástica que tiene frente a la autoridad, su patriotismo) y conocer uno de esos misterios que los guionistas se han cuidado siempre de dosificar: su pasado. Al mismo tiempo sabe como rendir justo homenaje a una franquicia que cumplió 50 años (no pudo festejar mejor, con esa celebrada aparición suya en la ceremonia de los Olímpicos) llenando la historia de guiños que sólo los iniciados comprenden, como la amenaza del asiento eyectable que el agente le hace a M, su jefe, mientras conducen el Aston Martin DB5 que aparecía en Goldfinger.
Se agradece que esta vez la amenaza a la que se enfrenta Bond sea mucho menos global, porque eso de desactivar en el último minuto la bomba que destruirá el planeta, se ha hecho ya de muchas formas, y no siempre bien. Esta vez hay un enemigo íntimo, Silva, un poderoso exagente que quiere vengarse de M por haberlo abandonado a su suerte hace unos años (exactamente como hace ella al principio de la cinta con el propio Bond). Javier Bardem , quien lo interpreta, construye uno de los villanos más memorables de la saga, usando sin pudor algunos trucos que aprendió del Hannibal Lecter de Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes, como ese sonido de las ratas comiéndose, en una historia que cuenta al presentarse ante Bond, tan parecido al de aquel de Lecter, narrándole a Clarice cómo comía carne humana con una copa de Chianti.
Pero lo más extraordinario de Skyfall, es su dirección de fotografía. El trabajo de Roger Deakins es fascinante. La pelea en un rascacielos de Shanghai, en que sólo vemos siluetas (las siluetas son un vínculo visual que se usa desde la primera escena, durante toda la cinta) rodeadas por los reflejos de avisos de neón en los cristales y teniendo como fondo una pantalla publicitaria con unas medusas nadando, es de lo más bello que se haya filmado para esta saga.
Con una franquicia que, sin perder la elegancia, les apunta a los más jóvenes, se dice que las próximas dos películas contarán una sola historia, más profunda, para pegarse a la tendencia de los finales en punta y las continuaciones inmediatas. Lo dicho. Bond es eterno porque para él, nunca hay mal que por bien no venga.
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