La lucha por la tierra ha sido, históricamente, una constante permanente del desarrollo del país y, en particular, del desarrollo de los sectores agropecuario y rural. A lo largo del siglo pasado los conflictos por la propiedad y la tenencia de la tierra fueron recurrentes.
Frente a las solicitudes de los campesinos por acceder a la tierra, el Estado y la sociedad colombiana se vieron obligados, en diferentes ocasiones, a darles respuesta, a través de las distintas leyes de tierra, a dichos reclamos. Sin embargo, y debido a las presiones de los dueños de la tierra, estas leyes dejaron insatisfechas a las grandes masas de campesinos, que se vieron obligadas a permanecer en el campo en condiciones de extrema pobreza o debieron migrar hacia las ciudades o reproducir, en las zonas de colonización, las precarias condiciones de vida que afrontaban en el campo. La falta de respuesta definitiva al problema de tierras tuvo otro efecto no deseado, la mala e inadecuada utilización de la tierra para fines productivos. En otras palabras, en la raíz de los problemas de pobreza, violencia, inequidad y falta de desarrollo que hoy en día enfrenta el campo colombiano se encuentra la ausencia de respuesta definitiva al problema de la propiedad, la distribución y el acceso a la tierra.
Por años, asimismo, diversos analistas han venido proponiendo la necesidad de enfrentar el problema de la tierra mediante la imposición de un gravamen a la tenencia de la tierra. Esta opción, que busca evitar convertir este medio de producción en un factor de acumulación de riqueza y tenerlo como un recurso productivo, no ha encontrado mayor eco en los círculos de decisión política. Los representantes de los grandes propietarios han evitado que esta opción se debata o que, al menos, llegue a instancias en que haya alguna oportunidad para su discusión. Así, históricamente, una de las más importantes iniciativas para impulsar la transformación económica y social del campo colombiano, se ha quedado como una alternativa inviable e imposible de llevar a la práctica.
La iniciativa que lanzó en estos días el vicepresidente de la República acerca de gravar las tierras ociosas pareciera ir en la dirección antes señalada. Aunque no se conoce muy bien su contenido y alcance, ya los gremios agropecuarios se han mostrado contrarios a la propuesta; el ministro de Agricultura, contrariando las declaraciones del propio presidente de la República, se mostró en contra de la iniciativa. Y esta actitud no deja de llamar la atención, pues el problema de fondo no es tanto preocuparse por si se está gravando o no al sector de manera injustificada sino que es deber del Estado, en cabeza del Gobierno nacional, encontrarle una salida definitiva a los problemas de crecimiento, equidad y sostenibilidad que enfrenta el campo colombiano.
Si el país quiere que los biocombustibles efectivamente sean una opción productiva viable que no compita con la producción de alimentos o que Colombia se convierta, a nivel mundial, en una potencia forestal y ganadera o que haga presencia masiva en los mercados agrícolas de exportación, debe aprovechar esta impostergable oportunidad de debatir la necesidad de gravar la tierra con el fin de obligar a su mejor uso productivo y que éste, a su vez, responda a su vocación, al tiempo que se acabe con la práctica de utilizar la tierra como un factor de acumulación.
De contera, se comienza a encontrarle una solución definitiva al problema de la pobreza rural. Ojalá que, en esta ocasión, el país, al resolver de tajo el problema de la tierra, deje atrás la frustrante e infortunada historia que tanto le ha costado.
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