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Un recuerdo sin efeméride

  • Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
    Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
17 de junio de 2011
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Estuve hablando con el padre Nicanor de "grandes olvidados de la iglesia latinoamericana", según su propia expresión, que a veces, sin un motivo específico y sin ninguna fecha conmemorativa se nos enredan en nuestras conversaciones.

-¿Grandes olvidados como quién, tío?

-Mira esta fotico que guardo en el breviario, un desteñido recorte de periódico de cuando murió Dom Helder Camara, en 1999, el llamado "obispo rojo" brasileño. ¿Lo recuerdas?

-Claro que oí hablar de él en su tiempo, porque fue el símbolo de la denuncia y una de las conciencias críticas sobre el papel de la iglesia latinoamericana en la lucha contra la injusticia y los abusos del poder. Con todo, me da la impresión de que para el catolicismo actual de nuestro continente es ya más un olvido que un recuerdo.

- Hoy que vi su retrato entre las páginas del libro de las horas, me golpeó la tentación del desaliento.

¿Luego es inútil la esperanza? ¿De qué sirven los profetas? ¿Para qué los héroes, y los osados, y los mártires? ¿Son un engaño las utopías? ¿Es una ilusión esta inquebrantable fidelidad al Evangelio?

-Como así, padre Nicanor. ¿Es que a usted, ya viejo y casi nonagenario como el obispo de Recife, también lo acosan las horas de tinieblas? Eso sí me preocupa. Mejor cambiemos de tema.

-No te escandalices, hijo. Esas mismas preguntas han brotado a lo largo de la historia desde la muerte de Cristo en la cruz. Es parte de nuestra condición de creyentes. O de increyentes. Y no estamos exentos de ello ni siquiera los sacerdotes. Pero Dios nos ayuda. Después de todo, la esperanza sólo se descubre desde la desesperanza, como decía Tomás Merton, el monje trapense norteamericano, tan cercano a Ernesto Cardenal y que tanto soñaba con esa América Latina de la Teología de la Liberación.

-Tal vez sea esa fidelidad a su vocación y ese esperar contra toda esperanza lo que hace perdurable al profeta.

-Mira a Helder Camara. Sufrió constantemente amenazas de muerte y atentados. Pero no lo mataron las ráfagas de ametralladoras contra su humilde casa de obispo pobre, sin oro ni prepotencias episcopales, sino que murió de viejo, a los 90 años.

-¿Será, padre, que la osadía del profeta es una fórmula de supervivencia y, más allá, de permanencia en el futuro?

-¿O será, hijo, que la denuncia contra la violencia y el no tenerle miedo a la muerte agazapada en cada esquina es una manera, tal vez la única, de sobrevivir?

-¿O mejor, tío, que la fidelidad a los sueños rotos, a las utopías imposibles, es mejor premio que el de la inútil inmortalidad que dejan los triunfos y los proyectos humanos aureolados de fama y reconocimiento?

-Helder Camara, por lo demás, fue uno de los más puros y valientes testimonios de un tenso e intenso momento histórico del catolicismo latinoamericano que inauguró el Celam en Medellín: la opción preferencial por los pobres, la Teología de la Liberación, el profetismo contra la injusticia social y los desmanes del poder en la época de las dictaduras.

-Usted me ha hablado mucho de eso, tío. La confrontación de bloques que caracterizó la Guerra Fría macartizó el intento y el maniqueísmo ideológico entre el marxismo y el capitalismo llevó a que fuera anatematizado ese renacimiento de nuestro catolicismo. La misma iglesia institucional, blandiendo báculos y condenas inquisitoriales, buscó injustamente conjurar los fantasmas.

-Lo has dicho tú, sobrino -que conste- pero estoy plenamente de acuerdo contigo. Monseñor Helder Camara, dulcemente envejecido, fue al morir el mascarón de proa de esa esperanza encallada en la playa desierta de lo que pudo ser, de lo que no dejaron ser, de lo que tal vez algún día vuelva a ser.

Valga este recuerdo sin efeméride.

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