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Las ciudades son un entramado nervioso. Uno distinto por cada una, tan particular como universal: en todas hay dolor, miedo y una que otra felicidad. El de Tokio, resbala el escritor Andrés Neuman, se asienta en la prevención. “Todo un urbanismo basado en la desgracia futura. El resultado es una mole de confianza sobre una superficie de temores”. Hace 10 años un terremoto tensó el sistema japonés hasta casi romperlo.
Las vibraciones siguen desatando el caos. Tokio anunció recientemente que a partir de 2023 lanzará al mar más de un millón de toneladas de agua (lo que equivale a 500 piscinas olímpicas), represadas en la central nuclear de Fukushima, gravemente dañada durante el terremoto (tres de sus seis reactores sufrieron fusiones), lo que provocó el accidente nuclear más grave desde el famoso y terrible Chernóbil.
“Los reactores nucleares necesitan agua. Tienen depósitos en su interior, vitales para su funcionamiento, ya sea para la producción de vapor o para la contención y control de los elementos radioactivos”, explica Andrés Emiro Díez, investigador de la Facultad de Ingeniería Eléctrica de la Universidad Pontificia Bolivariana. “Muchas veces se vierten en ríos o en el mar, en diluciones seguras”.
Ese, precisamente, ha sido uno de los argumentos de Yoshihide Suga, primer ministro nipón, al comunicar al mundo la medida. “Verter el agua tratada es una tarea inevitable para desmantelar la planta de Fukushima y reconstruir el área”. Hay que hacerlo porque, como dichos reactores están apagados, el agua se ha ido acumulando. Y ya no hay espacio. Se calcula que hacia 2022 los tanques que la guardan estarán a rebosar.
A pesar de que el liquido se tratará, prometen las autoridades, para limpiarlo al máximo de sustancias radioactivas, esto no será pleno. Y eso ha despertado el temor de pescadores de la región que apuestan porque el impacto será desastroso; y de países vecinos a Japón. El océano, finalmente, no atiende límites territoriales. Corea del Sur convocó al embajador para mostrar su “grave preocupación” y China calificó la medida de “extremadamente irresponsable”.
Esta no fue la primera opción que se debatió. Desde que se controló la emergencia en Fukushima se pensaba qué hacer cuando llegase este momento. El gobierno dijo haber considerado evaporarla en la atmósfera o inyectarla en el subsuelo. La Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) recomendaba desde 2013 verter al mar y ha apoyado la decisión nipona, igual que lo ha hecho Estados Unidos, principal aliado.
El proceso de vertimiento se desarrollará durante 30 años para prevenir, dijo Suga, niveles peligrosos de radiactividad. Durante ese tiempo Fukushima seguirá habitando el presente de los japoneses y del mundo, resistiéndose al paso del tiempo. Penetrando en esa mole de confianza que descansa en la más absoluta inseguridad.