El sábado 9 de julio, cuando Sudán del Sur cumplía su primer lustro como país, libre de su homónimo Sudán, en la naciente patria de África Oriental no hubo fiesta ni himno.
Según dijo el presidente, Salva Kiir, la celebración se canceló para ahorrar gastos en la nación más joven del mundo, la misma que tambalea por la caída de los precios del petróleo.
Y es que mientras la producción del oro negro disminuyó un tercio (de 245.000 barriles al día pasó a 160.000), la moneda local se redujo peligrosamente de 2,9 libras sursudanesas a apenas 5 y el Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de advertir que una crisis económica “podría causar una tragedia humanitaria”.
La exhortación tiene lugar por una paz frágil que acordó ese territorio en agosto de 2015, cuando dos años de conflicto entre el presidente, de la etnia dinka (35 %), y el vicepresidente, Riek Machar, de la tribu nuer (15 %), rebosaron la copa y obligaron a la intervención de las Naciones Unidas, que concilió un cese bilateral.
No obstante, el alto el fuego se ha vulnerado en múltiples ocasiones, confirmando que Sudán del Sur está lejos de alcanzar el bienestar para su población.
Justo entre el jueves y el sábado, día de su independencia, 272 personas murieron por los enfrentamientos entre facciones armadas rivales en la capital, Yuba, y otras 10.000 huyeron de la ciudad, según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU.
Si bien hasta el secretario general de este organismo, Ban Ki-moon, reaccionó diciendo que el episodio supone “una nueva traición” al pueblo de Sudán del Sur, que ha sufrido “atrocidades inconmensurables”, la petición parece insuficiente para los problemas que afronta ese país.