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La Ruta Cúcuta-Bucaramanga y el peso de caminar con los pies rotos

Aquellos que no pueden pagar un pasaje de bus o de avión atraviesan la frontera a pie, cargando su poco equipaje y el dolor de tener que dejar su país por la dictadura.

  • En su trayecto a Colombia los migrantes deben curar las heridas de sus pies, provocadas por las largas distancias que deben caminar. Sus zapatos también se desgastan. FOTO Mario Franco
    En su trayecto a Colombia los migrantes deben curar las heridas de sus pies, provocadas por las largas distancias que deben caminar. Sus zapatos también se desgastan. FOTO Mario Franco
19 de septiembre de 2018
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De Cúcuta a Bucaramanga hay 196 kilómetros. Distancia que día a día recorren a pie los migrantes venezolanos que buscan un refugio en nuestro país. La caminata, lo que dejaron atrás, y los motivos para salir son lo más difícil, dicen, al tomar la decisión de cruzar la línea fronteriza para aventurarse hacia lugares desconocidos, con la esperanza de trabajar, enviar algo a los que se quedaron, y seguir viviendo mientras la situación política y económica de Venezuela mejora.

De acuerdo con datos de la Gobernación de Norte de Santander, 300 personas, aproximadamente, transitan a diario en la vía Cúcuta-Bucaramanga. 90 % de los caminantes son hombres, y 3 % son niños. Además, cerca de 60 son atendidas a diario por primeros auxilios

Fuera de Cúcuta, todo es distinto. Así lo vive todos los días, Martha Socorro Duque, lideresa de Pamplona, quien vive en la primera casa entrando a la ciudad, en el paso obligado de los venezolanos. En una caseta de madera pasan la noche 20 personas en un albergue improvisado, para no dormir a la intemperie.

“Es muy duro ver a las personas enrolladas en una sábana, en este frío”, dice. En su casa aloja mamás lactantes con sus bebés y, en ocasiones, dispone de otras áreas de su hogar, por la cantidad de gente que llega.

“Me dolió mucho que estuvo una señora acá con su pareja y un bebé, y se quería bañar; le ofrecí champú y se puso a llorar. Dijo que no tenía cabello porque se lo habían quitado todo”, en La Parada (Villa del Rosario), donde las mafias imponen su ley, sus cobros y sus reglas para quienes entran al país por las trochas.

José Luis Muñoz, quien hace parte del Instituto de Caridad Universal, ICU, organización civil que apoya a los venezolanos, afirma que a la fecha se han entregado de 600 mudas de ropa y en el registro hay profesores y exempleados del gobierno venezolano.

El trayecto

La ruta de los migrantes incluye tres horas de camino, pegados al filo de las montañas del páramo de Berlín. Los que van con familiares y amigos son más entusiastas que quienes transitan solos. Las mujeres solas, o con niños, logran que conductores de camiones, buses y carros particulares las lleven por tramos.

En la estación de gasolina ubicada en la salida de Pamplona, al caminante Luis Miguel Figueredo le tiemblan los labios, las mejillas, las manos, las pupilas, pero no de frío; tiembla cuando recuerda a su familia que se quedó en Venezuela. Hace un mes empezó su travesía. Estuvo tres semanas en Cúcuta, durmiendo varios días en la calle, hasta que logró trabajar una semana, conseguir “los pesitos”, pagar un arriendo, y el domingo 19 de agosto comenzó a caminar.

“Todo este esfuerzo es porque tengo un hijo de cinco añitos”, dice. Sus pies resumen el trayecto: chanclas, medias envueltas en bolsas plásticas y unas almohadillas hechas con espuma, amarradas para proteger los pies ampollados. “Me regalaron unas chanclas porque las que traía me dejaron a mitad de camino, en Pamplonita; allá abajo, se reventaron”.

Además de gratitud hacia los colombianos, que “en ningún momento nos han tratado mal, como decían”, también habla de su deseo de encontrar un trabajo y traer a su esposa y su hijo, con quienes solo ha conversado en tres ocasiones. “Me cuesta hablar con ellos porque cada vez me voy en llanto... Me hace mucha falta mi hijo”

El frío páramo

De La Laguna (Silos) hasta el páramo de Berlín (Santander) son cerca de 40 kilómetros. Dependiendo del ritmo se puede realizar este trayecto en tres o cuatro horas. Ahí aparece otro de los caminantes, José Rafael Mora. Sin bañarse desde que salió, va rumbo a Ecuador, con una parada en Bucaramanga. En el páramo, sin saber cómo, anda rápido, cantando, ya sin maletas, porque toda la ropa la tiene puesta.

Mora va con dos pantalones “porque el frío es terrible”, y uno de sus compañeros caminantes vació el bolso y se puso toda la ropa para poder soportar los tres grados centígrados del páramo. Allí los zapatos pesan. Algunos tienen la suela lisa, otros están “estrenando” los zapatos viejos que alguien les regaló. ¿Qué si vale la pena arriesgar tanto? “Sí, porque uno va con la meta de hacer todo por la familia”.

Sin embargo, el páramo asusta a los migrantes. Se escuchan historias de muertos, congelados, parejas y madres que murieron abrazados a sus hijos, pero ni Medicina Legal de Bucaramanga ni las autoridades locales tienen un solo reporte de los rumores, que aterran a los caminantes. Mañana, otros 300 venezolanos cruzarán la frontera caminando, subirán a Berlín y llegarán a Bucaramanga, a dormir en la calle.

“El piso no se ablanda”

Quienes no caben en el refugio de Pamplona, o desconocen su existencia, deben dormir a la intemperie, en inmediaciones de la antigua escuela Juan XXIII, y a las 9 p.m. salen en estampida cuando un carro llega con comida; esta vez, fue caldo y arepa.

Conforme transcurre la noche, de a poco, se les cierran los ojos. Envueltos en delgadas cobijas, en sábanas, con sus camisetas en la cabeza, a modo de gorros, tiemblan, y se acomodan tras los muros, “para cortar el frío”.

A medianoche, un par de mujeres que hablaban sobre Nicolás Maduro y sus políticas se cubren para intentar dormir. A la una de la mañana, una leve llovizna levanta a algunos que, susurrando, recuerdan que les está yendo bien, que los colombianos no los maltratan, y que deben seguir.

Otro reacomodo, hasta las 2 a.m., cuando una nube más cargada de agua levanta a la decena de personas.

Los que alcanzan el resguardo bajo el techo de la escuela se vuelven a recostar; los que no, cruzan la autopista y esperan un rato, hasta que escampa, y retoman su lugar junto al muro.

Dicen que no se puede dormir, pero se oyen algunos ronquidos. A las 4:30 de la mañana, aún está oscurísimo, y las ganas de orinar levantan a las mujeres.

Hasta pasadas las 5 el frío es penetrante, los levanta a todos, “porque el piso no se ablanda, ni se calienta”, y aunque estén desbaratados por dentro y por fuera, el trayecto no se puede quebrar.

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