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Colombia necesita con urgencia reformar su sistema judicial, garantizar acceso a salud y educación de calidad, consolidar una economía verde y productiva, enfrentar la emergencia climática y reducir las violencias.
Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
Como lo mencioné en mi columna de la semana pasada, Colombia ha sido tierra fértil para los liderazgos mesiánicos: figuras que prometen redimir al país por la vía del carisma, el resentimiento o la indignación. Pero detrás de cada mesías político suele esconderse una trampa aún más peligrosa: la tentación de simplificarlo todo. En tiempos electorales, esa tentación se vuelve casi irresistible.
Las redes sociales, los titulares y las frases cortas premian a quien convierte las complejidades de la economía, la justicia o la seguridad en recetas mágicas de tres pasos y un enemigo común. Lo difícil de entender, en cambio, se castiga con la etiqueta de “tibio” o “elitista”.
Así, vemos cómo algunos candidatos prometen acabar con la inseguridad aumentando penas, como si llenando cárceles se resolvieran los factores estructurales que disparan el crimen. Otros apelan peligrosamente a la xenofobia, señalando a los migrantes como chivo expiatorio del aumento en los hurtos o en el microtráfico. Es una narrativa falsa, pero efectiva, que ya se ha usado antes en Europa y ahora cobra fuerza en Colombia. Estigmatizar al extranjero en lugar de enfrentar las causas reales de la violencia no solo es injusto: es irresponsable y profundamente dañino para la cohesión social.
El riesgo de estas soluciones placebo es enorme. Primero, porque generan expectativas que, al no cumplirse, alimentan la frustración y el cinismo ciudadano. Segundo, porque distraen de las verdaderas causas de los problemas. Y tercero, porque deslegitiman la política seria, la que no ofrece milagros, sino avances graduales y sostenidos.
Los problemas complejos —como la inseguridad, la pobreza, el desempleo o la crisis ambiental— requieren soluciones igual de complejas. No hay fórmulas mágicas. El cambio social profundo es siempre un proceso progresivo que exige tiempo, coordinación institucional, continuidad en las políticas públicas y, sobre todo, confianza entre el Estado y la ciudadanía. Es más difícil y menos sexy en campaña, sí, pero es lo único que funciona en el largo plazo.
Colombia necesita con urgencia reformar su sistema judicial, garantizar acceso a salud y educación de calidad, consolidar una economía verde y productiva, enfrentar la emergencia climática y reducir las violencias. Nada de esto se resuelve con una frase pegajosa en TikTok ni con un enemigo imaginario. Se resuelve con acuerdos amplios, liderazgos responsables y políticas públicas basadas en evidencia.
No se trata de pedirle a los candidatos que abandonen la emoción. La política también es emoción. Pero una cosa es emocionar con la esperanza y otra muy distinta hacerlo con el odio, la promesa imposible o la mentira calculada. La emoción debe estar al servicio del bien común, no del ego personal.
En esta campaña, ojalá las y los ciudadanos estemos a la altura del momento histórico. Que no premiemos al que más grita, sino al que más escucha. Que valoremos más al que dice “esto no se resuelve en cuatro años, pero podemos empezar” que al que asegura que lo arreglará todo con una ley o un decreto.
Porque la política no debería ser una fábrica de pastillas que calman el síntoma, sino un trabajo colectivo y profundo que cura las causas.