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Samuel Castro
Hay películas que no se pueden ver en esos días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos como la entraña obscura de oscuro pedernal, que vendría siendo la descripción de Barba Jacob del cinismo. Películas que necesitan un punto de amabilidad por nuestra parte para que obviemos sus obviedades y disculpemos los excesos en sus buenas intenciones, fijándonos más bien en sus cualidades, que las tienen, y en muchos casos son notables. Porque no estamos hablando de películas malas, sino de películas que confían en el mundo, que creen en la gente, que frente a preguntas complejas tienen respuestas que se pasan de simples. Una buena persona, de Zach Braff, que está disponible desde el jueves pasado en Prime Video, es una de ellas.
Si uno tiene un mínimo de buen oído y además tiene a Morgan Freeman en su película intentará acomodar el guion para que su voz en off narre alguna situación o reflexione sobre alguna cosa. Pasa, por supuesto, al inicio y al final de esta historia de superación de las desgracias, como tantas otras, aunque no igual a todas. Pero ese tipo de obviedades no es del que hablamos. Son esas lecciones que se le vienen a uno a la mente cuando ve la vida de Allison, el personaje principal, ir cuesta abajo después de un suceso trágico del que ella fue responsable, aunque no quiera aceptarlo. “Hay que buscar ayuda”, “hay que apoyarse en los demás para lograrlo”, “todos merecen segundas oportunidades”, son las frases que empezamos a escuchar en nuestra cabeza a medida que pasan los minutos. Y como las hemos oído y leído tantas veces, empiezan a rechinar un poco.
Por fortuna Zach Braff, que también firma el guion, es capaz de diferenciar entre la bondad y la belleza, y consigue esquivar las frases de tarjeta de tienda de hospital para introducir otras mucho menos populares como “hay problemas que no tienen solución”, o “asumir las culpas es la única manera de avanzar” o “los adolescentes tienen sexo hoy en día, gústenos o no”. Con la ayuda de la extraordinaria Florence Pugh, nos ofrece una crisis personal creíble, con sus subidas y bajadas emocionales, y además un par de escenas que elevan la película, como aquella en un bar donde la antigua alumna popular del colegio se encuentra con dos tipos a los que ni siquiera miraba, y ellos se aprovechan del poder recién adquirido sobre ella.
No tiene tanto tino Braff en el tercer acto de la historia, cuando parece cansarse de lo que había hecho hasta ahora: un drama amable y optimista de diálogos largos. La historia avanza a trompicones por unos minutos para hallar de nuevo su carácter en la parte final, un final que a pesar de lo telegrafiado, consigue conmovernos de nuevo gracias a la voz de Freeman y a un truquito de guion donde una frase en latín se convierte en el eslogan final. Y sí, los eslóganes no son las frases preferidas de los cínicos. Pero no se puede negar que los recordaremos para siempre, cuando coincidan, por un instante, con la realidad.