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7 y 9
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Hay una escena chiquita, un poco más allá de la mitad de esta película hermosa y triste, hermosa y divertida, que funciona como símbolo de todo lo que en ella acontece. La puerta eléctrica de la casa de Nicole ha dejado de funcionar y ella le pide al hombre del que se está divorciando, padre de su hijo, que vaya hasta allá y le ayude para que no se quede abierta. Charlie insiste en que Henry, el niño, que se ha quedado dormido, pase con él la noche, porque es su noche, a pesar de la petición de Nicole de que lo deje. Ambos tiran de la puerta (Henry también, adormilado) mientras suena una melodía bella y sencilla, tocada por flautas y cuerdas, para mirarse con tristeza y desconcierto una última vez antes de que el portón los separe.
Noah Baumbach había escrito y dirigido ya varias historias de familia, como “The squid and the whale” o “The Meyerowitz stories”, pero nunca había logrado la calidez que se respira en esta historia, donde hay una evidente compasión por sus personajes (“no se culpe a nadie”, parece decirnos) y una ternura en su mirada que logra lo que parecería imposible en el divorcio real de una pareja de amigos: que estemos de parte de ambos. Tanto de Charlie, que intenta estar cerca de su hijo porque disfruta de ser papá, como de Nicole, que está cansada de postergar su carrera y sus anhelos para apoyar la vocación de su marido. Hasta les daremos la razón a los abogados (la diatriba contra los hombres de Nora, el personaje de Laura Dern es de antología), que se inmiscuyen en un punto del proceso de divorcio y acentúan los desacuerdos entre la pareja, haciendo púbicos sus defectos, agrandándolos con la lupa de lo políticamente correcto, bajo la cual un llamado de atención a un niño es una crueldad y una botella de vino compartida es alcoholismo.
Baumbach escribe con precisión y al mismo tiempo con una melancolía poética tan inteligente, que nos da una falsa sensación de naturalismo, cuando está claro que ni los insultos ni las confesiones que ambos hacen, a sus abogados y en sus peleas, son improvisados. Sentimos su tristeza su desencanto ante esta vida, que no es como esperaban, y su nostalgia por un pasado que ahora luce, de repente, peor de lo que fue. Los escucharemos cantar, en momentos distintos de la película, dos canciones de “Company”, el musical de Stephen Sondheim, y sabemos que la letra habla por ellos. Vivirán de verdad frente a nosotros.
Mucha de la calidez ya mencionada la consiguen los aportes técnicos: la luminosidad amarilla de la fotografía de Robbie Ryan, la edición impecable de Jennifer Lame y, sobre todo, la música de Randy Newman, quien compone una partitura excepcional, contrapunto perfecto del balance entre comedia y drama que logra el guion. No hay manera de salir ileso de esta historia, que ya nos lastima desde ese comienzo perfecto, en el que ambos, como parte de una terapia, recuerdan lo que les gusta del otro. Nos enamorarán en esos pocos minutos para después dejarnos en esa deriva permanente que es la vida.
