Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Samuel Castro. Miembro de la Online Film Critics Society @samuelescritor
A la salida de la función nocturna el muchacho le dice a su pareja, canchero: “Lo mismo de siempre, pero en París”. Quiero suponer que se refería con ese despectivo e insulso “lo mismo de siempre” a que acabábamos de asistir a una nueva película de Wes Anderson, uno de los pocos directores del mundo que merece su adjetivo. Wesandersoniano, cuando lo usemos, podría estar mencionando espacios simétricos y melancólicos; o a personas en permanente sensación de extrañeza frente al mundo; o si estamos hablando de colores, a una paleta de coloridos tonos pastel o terrosos opacos, que se alterna repentina y sabiamente con el blanco y negro. O incluso cabría el término wesandersoniano para nombrar aquellos repartos enormes, llenos de estrellas de cine dispuestas a filmar fragmentos de segundos en los que alcanzan apenas a decir una frase y nosotros a reconocerlos.
Sí, “La crónica francesa” es otro tiquete de viaje al universo de Wes Anderson, otro libro con ilustraciones preciosas narrado por Angelica Houston, ubicado en una ciudad que es París aunque se llame Ennui-sur-Blasé, donde se escribe y edita la revista “The french dispatch” del título original, que a su vez es una especie de The New Yorker de casa de muñecas, en un tiempo indeterminado que podrían ser los veinte, los cuarenta o los sesenta. Sin embargo, a diferencia de muchos colegas, que ven en ella un homenaje al periodismo, creo que en realidad Anderson aprovecha la excusa de los periodistas reporteando sus historias, para añorar tiempos en que parecía que todavía había muchas cosas por contar y las anécdotas de presidiarios convertidos en artistas, las críticas gastronómicas y las crónicas sobre protestas estudiantiles (que en la película suceden en marzo y no en mayo) se sentían narradas por primera vez. Tal vez por eso cuando enumera a los periodistas que trabajan en la publicación, se acuerda de uno que nunca escribió nada, pero que siempre estuvo ahí, en los pasillos del edificio. Como una posibilidad abierta, una pregunta sin respuesta incapaz de decepcionarnos al concretarse.
Los capítulos de la película, organizados por los números de páginas que ocupan en el magazín, son tan wesandersonianos como se esperaría, y si algunos funcionan mejor que otros, se debe más a nuestras preferencias que a verdaderos desbalances entre uno y otro, pues la mirada de Anderson es cada vez más certera en lo que deja por fuera del cuadro (que no es mucho), en su sentido del humor para iniciados y en su ritmo, amplificado esta vez por efectos de sonido de máquina de escribir y tinta sobre papel que se oyen continuamente y por la certera partitura de Alexander Desplat.
Hay al comienzo, en el poema en prosa que narra los recorridos en bicicleta del personaje de Owen Wilson, una escena asombrosa. La cámara está quieta en lo que parece la entrada a un barrio al despertar. Y lo único que ocurre en el cuadro es una coreografía de las personas abriendo las ventanas, asomándose al patio, saliendo a vivir. Es mágico. Cuando esa magia es “lo mismo de siempre” estamos ante el autor de un mundo en el que querríamos quedarnos a vivir.