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samuel castro
Editor Ochoymedio.info, Miembro de la Online Film Critics Society
Twitter: @samuelescritor
Buena parte de la crítica que se ve a sí misma como seria, mira sobre el hombro, cuando no desprecia abiertamente, al cine de género. Es una pose esnobista que algunos colegas conservan porque creen que les da respetabilidad, como cuando había que hablar mal abiertamente del fútbol si uno quería ser considerado intelectual. Felizmente para aquellos que adoramos las comedias románticas o las cintas de terror cuando están bien hechas, se ha revalorado a los géneros en los últimos años, sobre todo porque muchos directores interesantísimos (piensen en Ari Aster o en Jordan Peele) han encontrado en sus convenciones la forma de entablar un diálogo más cercano con los espectadores y al mismo tiempo el empaque ideal para explorar sus innovadoras ideas visuales y narrativas.
Por eso alegra ver en la cartelera colombiana una película como “Llanto maldito”, que a partir de una propuesta técnica bastante solvente, apela desde lo narrativo a un rincón del género que podríamos llamar “terror adulto”, en contraposición a ese terror adolescente que se produce como quien crea una atracción de parque de diversiones, donde el único compromiso con el público es hacerlo saltar en el asiento. Este “terror adulto”, por el contrario, está interesado en tocar temas de la conversación pública como el racismo (es lo que hace el ya citado Peele) o los malos tratos dados a los inmigrantes (como en “His house”, del británico Remi Weekes); o en jugársela por generar menos sustos por minuto, pero profundizar en sus personajes principales, en sus miedos y obsesiones.
Eso pasa en “Llanto maldito”, pues Óscar y Sara han llegado a esa cabaña perdida en el bosque con el único propósito de cuidarse los unos a los otros (por eso tienen un mantra familiar) e intentar sanar de una pérdida que han sufrido muy recientemente. Pero el diablo, que todo lo sabe, y que está presente en cada espacio de esa casa (miren los detalles que ha dejado por ahí Diana Trujillo, la diseñadora de producción, como un cuadro de lo que parece ser un chivo, o una cornamenta que funge de adorno), está listo para meterse por las grietas que le dejamos abiertas en el alma: esas peleas no resueltas, esos rencores no expresados.
Lo que le falta de presupuesto a esta producción, y que la obliga a tasar más de lo que debería el uso de las imágenes generadas por computador o el maquillaje, lo suple con recursividad, gracias a un director que conoce su oficio (Andrés Beltrán narra con fluidez y acierta casi siempre en la ubicación de la cámara) y sobre todo a una actriz magnífica, como Paula Castaño, que hace creíble con el manejo de sus gestos y de su expresión, los cambios que vive su personaje. El resto del reparto está a la altura de un guion correcto, al que tal vez le faltó un hervor para ajustar sus mecanismos internos con la precisión que poseen las mejores películas de género. Esas que, cuando todo sale bien, y a pesar de lo que digan algunos colegas, terminan convertidas en clásicos.