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Aún recuerdo la lectura de un libro que me cambió la percepción de la música para siempre, Instrumental es su nombre, el texto amoroso, doloroso y esperanzador escrito por el músico inglés James Rhodes. En él, James cuenta antecedentes dolorosos de su vida, de su niñez, experiencias traumáticas de abuso sexual que ocurrieron en su escuela.
También recuerdo cómo la música empezó a ser una escapatoria amorosa a su mente dolorida que maquinaba a toda velocidad maneras de desaparecer, de autolesionarse, de perderse en un camino para jamás encontrarse. A pesar de todo esto, fue la música capaz de salvar su vida en medio del océano frío y profundo.
El piano fue fundamental para su proceso, la música clásica fue el oxígeno que necesitaba para respirar y salir a flote, para llevar de nuevo su vida a la normalidad.
Lo mismo, en diferentes medidas e historias, sucedió con músicos que han cambiado el curso de la música en el mundo. Miles Davis con su trompeta, el jazz y las adicciones peligrosas. Ray Charles o Stevie Wonder con sus cegueras de nacimiento. Las depresiones y bipolaridad de Ian Curtis y Kurt Cobain. Eric Clapton con la guitarra y la dolorosa muerte de su hijo Conor de cuatro años cuando cayó por una ventana, 49 pisos hacia abajo en la ciudad de Nueva York, suceso que dio pie a la creación de la canción Tears in Heaven.
Los ejemplos son muchos. Gracias a los instrumentos musicales y a la creación artística, muchos músicos se han salvado y han convertido en un bálsamo sanador y de profunda catarsis el hecho de interpretar una guitarra, una batería o un piano.
Todo este contexto lo hago para contar la historia de Sebastián, un joven de 15 años que vive en Medellín, su madre murió hace unos días y para los que han vivido ese acontecimiento doloroso, saben que puede ser de las cosas más difíciles que tenga nuestro paso por la existencia.
Justamente, su promesa para ella, para seguir resistiendo el dolor y estabilizar su vida, fue buscar qué hacer con las manos, aprender a interpretar un instrumento y cumplir ese compromiso con la vida, con el amor y con el eterno corazón de su mamá. Este muchacho decidió que el bajo sería su catalizador al dolor, que esas cuatro cuerdas serían su catarsis, su duelo musical y que su compromiso sería aprender a interpretarlo, quizá componer y, por qué no, hacer parte de una agrupación. La dificultad es que Sebastián no tenía un bajo.
Lo bueno de todo esto es que antes de enviar este texto a mi editora para que ustedes lo lean en este momento, Sebastián consiguió el bajo, se lo donaron y esta historia, este contexto, esta sensibilidad por la vida, la muerte y la música, toma aún más sentido y relevancia.
Ahora la iniciativa y la intención de este artículo cambia y se proyecta a muchas otras manos y personas que quieran hacer música. ¿Les parece si ofrecemos los instrumentos guardados en nuestras casas, los instrumentos empolvados y sin uso, en buenas condiciones, para crear un fondo de donación para quienes lo necesiten? Este espacio no tiene ningún interés particular, solo apagar muchos silencios innecesarios y darle vida a la música en nuestro país. ¿Se unen?