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¿Qué es más importante? ¿Qué una película sea memorable por la “forma” audiovisual que adopta o por la historia detrás? Esa es una de las discusiones más agotadoras y extensas en la historia del cine, con buenos modelos tanto de títulos en que ese “empaque” es indispensable para el efecto que consigue (la textura documental de Zelig de Woody Allen, el falso plano continuo de La soga de Hitchcock) como de otros en que esa presentación no es más que un juego pirotécnico para seducir incautos, como el porno en 3D de Gaspar Noe en Love. Felizmente ha llegado a nuestras carteleras otro gran ejemplo de cómo la forma, cuando está pensada con habilidad y ejecutada a la perfección, puede lograr que las resonancias emocionales de un argumento sean más...
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