Yo me transfiguro en lo que siento, pienso y hablo durante todo el día. Mis sentimientos, pensamientos y palabras trazan el contorno de mi figura, la que tengo, la que soy, la que cada gesto mío irradia. Vivo transfigurándome aun sin darme cuenta. En mi cultivo cotidiano está la calidad de mi transfiguración.
Soy unidad de cuerpo y alma. Todo me pasa en cuerpo y alma. Lo que le pasa a mi alma, le pasa a mi cuerpo. De ahí el esmero con que debo cuidarme, cultivarme.
Cultivarme es dedicarme tiempo, prestarme atención, conocerme, amarme, reverenciarme, tratarme con cariño, ser uno conmigo. Cuerpo y alma, mente y corazón deben interesarse por vivir en armonía constante, fruto de la vigilancia que mi dinamismo reclama.
Me propongo, como los esenios, no hacer nada que pueda enturbiar el resplandor del sol. Finura de sutileza infinita. La de mi transfiguración.
Cristo mantiene desconcertados a sus discípulos por vivir transfigurándose. Un día va con ellos a un monte alto, donde se transfigura. Sus vestidos se vuelven resplandecientes, con una blancura que no es de este mundo.
Los deja atónitos la nube que los cubre con su sombra, llenándolos de un temor, que de repente se convierte en alegría, hasta el punto de decirle Pedro a Jesús: “qué bueno estarnos aquí” (Mc 9,5).
La transfiguración de Jesús manifiesta un secreto. El evangelio observa con frecuencia que Jesús se va solo a la montaña en la oscuridad de la noche a orar, a cultivar la relación de inmediatez con su Padre. Este hecho sintetiza su vida entera: “Yo y el Padre somos uno”. Con esta consecuencia: “El que me ve a mí, ve al Padre”. Jesús es transparencia, sacramento, transfiguración del Padre.
Jesús es único por el sentido de unidad de lo humano y lo divino en él, que él mismo sintetiza así: “Padre, que como tú y yo somos uno, que también ellos sean uno en nosotros”.
Debido a su transfiguración, Jesús es un imán para quien se acerca a él, cumpliéndose lo anunciado: “Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33), y Pablo escribe a los Tesalonicenses (1,4,9): “Ya no necesitan que les escriba, ya que ustedes han sido instruidos por Dios para amarse mutuamente”.
Cada uno determina con su comportamiento su figura. La transfiguración es el deslumbramiento de la presencia divina en la existencia humana.