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Hay noches que están hechas para no dormir, porque toca pasar en vela y compartir, por turnos, una sola hamaca. Hay tardes, también, para aguantar el ruido del motor y los mosquitos, mientras la lancha navega, durante más de una semana, arrastrada entre los bosques por el cauce del río Putumayo.
A Ronal Fajardo y Romy Arelyn, maestros indígenas de las comunidades Huitoto y Ocaina, les toma diez días llegar a Leticia. La embarcación, que comienza a recoger pasajeros desde su natal Puerto Arica, desciende por el afluente durante cuatro días. El tiempo que sigue, entre la lluvia, el Sol, el acto de alimentarse sobre el agua, lo invierten en surcar los límites con Brasil y subir hasta la capital del Amazonas.
Y es que el corregimiento donde viven, tal como lo dibuja Ronal con su relato de viajes y azares, “es una comunidad pequeña, en la mera selva, que no tiene acceso a nada”.
Pero, aún en Leticia, la ruta no para. El siguiente enclave sobre el mapa, al que ya sí se llega por vuelo, es Medellín. La travesía de esta pareja desde los confines de la selva no tiene un propósito turístico: en sus comunidades, donde ejercen como docentes de primaria, no hay centros educativos para formarse como profesionales. Por eso viajan hasta el barrio Belencito de la comuna 13 de la ciudad hasta el Santuario de la Madre Laura, como parte de un programa académico para licenciarse en Etnoeducación con énfasis en Ciencias Sociales.
Este convenio que les permite estudiar a ambos es un programa de formación de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB) en asocio con el Instituto Misionero de Antropología (IMA). Ofrece becas de pregrado en Licenciatura (y también de especialización en Gestión del Talento Humano) a poblaciones indígenas y afrodescendientes que viven en las zonas más alejadas de las urbes, bajo una modalidad de estudio a distancia.
Pero dos veces al año, a comienzos de junio y mediados de diciembre, más de 500 líderes sociales, maestros y campesinos llegan a Medellín durante 20 días para recibir clases presenciales en la sede de la Institución Educativa Perpetuo Socorro, contigua al convento de las religiosas lauritas. En jornadas intensivas de estudio, la meta que tantos maestros empíricos como Ronal y Romy se han trazado es regresar a sus comunidades con un título universitario.
Es Navidad y, durante este mes, el barrio Belencito se llena de los educadores indígenas y afros que regresan a Medellín para continuar estudiando. Algunas casas de familia se transforman en hostales y un ala del convento, el centro de pastoral, se acondiciona también en hotel para recibirlos. Son travesías de días en aviones de carga, balsas o buses. Es acostumbrarse a la comida, dejar a la familia, ahorrar dinero. Cruzar el país, tan lejos de casa y a veces a la intemperie, para llegar hasta las aulas.
Es que pocos pueden alardear de conocer las regiones más distantes de Colombia. Este año, cuenta Olga Arbeláez, coordinadora de la licenciatura en Etnoeducación de la UPB, son 570 los estudiantes que vienen de 26 departamentos.
Migran desde puntos como el Raudal de Mapiripana, a ocho horas por el río Guaviare. O de Barrancomina, Inírida, a bordo de un aeronave de carga. La lista es de no acabar: de la Serranía de los Motilones en límites con Santander, de La Guajira, “incluso de Dabeiba, que está a seis horas de Medellín” agrega Arbeláez, “pero viven en una vereda a cuatro horas caminando por el monte”.
Las clases de fin de año se dieron del 2 al 21 de diciembre, en horarios continuos de 8:00 a.m a 5:00 p.m. Cuando no están en Medellín, el trabajo es a distancia y con investigación en campo, pero los estudiantes entran y salen de la ciudad, cada año, hasta terminar los 11 semestres del programa.
Algunos de ellos sobreviven en condiciones económicas tan difíciles, que les resulta más simple costear el viaje y la manutención, pero no el valor completo de una matrícula en una universidad privada.
El padre Constantino Gutiérrez, coordinador del programa y director del Área de Etnias del Episcopado, explica que un pregrado que puede costar 7 millones tradicionalmente, con esta beca puede reducirse hasta 365 mil pesos. Ante todo, la idea es que la educación vaya hasta aquellas comunidades donde, a veces por desidia, no ha llegado.
O, en otros términos, que sean ellos mismos quienes lleven la educación hasta sus territorios. Eso es lo que quiere Juan Jandigua, quien vive cerca a la cuenca del río Ancho, entre las montañas del municipio de Dibulla en La Guajira. Su comunidad indígena Kogui queda “llegando al páramo”, y el intercambio de “conocimientos e ideas” que ha logrado en Medellín quiere aplicarlo en clases con sus alumnos.
“El mundo nuestro para ellos es extraño”, comenta el padre Constantino, “pero cuando hablan de su selva, ríos, animales y lugares sagrados, ahí son los maestros”.
Otro tipo de descubrimiento, una especie de orgullo, es lo que siente el sacerdote cuando durante algunas misiones visita las selvas del Amazonas o el Vaupés, zonas donde ellos son los guías, y encuentra un diploma de profesional colgado en uno de esos resguardos escondidos.
Todo viaje que implique distancias está revestido de desarraigos. Por ejemplo, aprender a traducir los sentimientos a otro idioma.
A la hora del almuerzo y mientras los estudiantes charlan por los pasillos, Jorge Holguín, uno de los docentes de la licenciatura, califica informes y carpetas. Comenta que cada semestre los estudiantes vuelven a sus comunidades con hasta cinco trabajos para elaborar mientras estén fuera de Medellín.
Pero el retorno puede ser hostil y estudiar, en ocasiones, no es posible en regiones donde no hay internet o en donde la luz se enciende por unas pocas horas.
El otro desafío es la lengua: “Encontramos estudiantes que, frente al español, son muy deficientes”, señala Holguín, “provienen de comunidades indígenas en la que esa no es su lengua materna”.
Sin embargo, los ‘profes’ del pregrado son optimistas y el concepto de perder una materia no existe, tampoco importa la nota. Prima, eso sí, el deseo de que los líderes aprendan y se capaciten.
Y, entonces, Holguín concluye: “No podemos privarlos de tener una formación profesional porque vemos unas limitantes desde nuestra realidad como citadinos”.
Una suerte de vocación compartida, el espíritu misionero, es lo que quizás motivó a la Congregación de Misioneras de la Madre Laura de Belencito a sumarse al proyecto. Las directivas del Santuario pusieron a disposición del IMA y de la UPB la Institución Educativa del Perpetuo Socorro y, además, su centro de pastoral.
No es un hotel, pero entre junio y diciembre, cuando los líderes retornan, esta ala del convento se convierte en el hogar de 35 estudiantes, por el costo de aproximadamente 27 mil pesos el día.
Andrés Palacio, administrador del centro de pastoral, anota que la intención es que se sientan en familia, que no falte la comida, ni el internet, ni la buena acogida. Mejor dicho, dice, “como si fuera un hotel de cinco estrellas”.
Encendieron velitas juntos el 7 de diciembre y, a la hora del desayuno, intercambian historias de todos los recodos de Colombia. Un encuentro multiétnico, incluso íntimo, en la comuna 13.
Las casas de familia, de vecinos de antaño del sector, son también hostales provisionales por costos bajos. Darío Giraldo, quien reside desde hace 22 años en la zona y es educador jubilado, recuerda durante una reunión con el padre Constantino, a vísperas de terminar las clases, que él alquiló una casa en San Javier con varias piezas a cuatro jóvenes este semestre.
“Como soy pedagogo hablamos todos los días”, menciona Giraldo. En ese discutir sobre proyectos y sobre educación, relata, también ha podido verlos crecer: acompañar los altibajos, pero también los progresos de quienes están descubriendo la ciudad, de “este otro lado del mundo”.
Fue durante la misa del 21 de diciembre que el padre Constantino cerró con buenos deseos para el regreso el último día de clases. A las afueras del colegio, los compañeros se tomaron fotografías y se abrazaron antes de ir a empacar maletas.
David Fernando Bermúdez, de la especialización en Gestión del Talento Humano, sabía que debía tomar varias rutas de buses para llegar a su hogar, en Puerto Merizalde, distrito de Buenaventura.
Ronal y Rony no saben si alcancen a arribar a Puerto Arica para festejar el 31 de diciembre en casa. Deben esperar unos días en Leticia y luego, en su tránsito por el Putumayo, volverán las noches de no dormir y los mosquitos. También la consciencia del regreso, para su tercer semestre el próximo año. Y, por supuesto, el sueño del diploma que, más pronto que tarde, estará adherido a las paredes de su rancho en lo hondo de la selva .