Se busca una mamá

Por: Heidy Juliana Poveda Virguez

Centro Educativo Autónomo

Grado Octavo

Tallerista: Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

“Heidy toma la vocería para narrarnos en primera persona el dolor de una búsqueda que marcó la vida de una niña de 6 años. Ella entrevista, escucha y nos presenta una historia que bien podría ser la de muchos niños en Colombia y nos permite intuir la humanidad en cada personaje. Tres palabras le sirven a Heidy, de manera poética, para hilar esta historia: oscuridad, falta, unir. Un dolor de años se reviste de sanación”. 

Oscuridad: 

  1. Falta o escasez de luz para percibir las cosas.

“Eran las 3:00 a.m el camino estaba oscuro por lo que yo me aferraba mucho a ella”. 

  1. Espacio en el que hay falta o escasez de luz.

“Otra vez me perdí en la oscuridad y la distancia”.

Oscuridad era todo lo que veía cuando José llegaba de trabajar. Ambos éramos jornaleros que teníamos como hogar una casita pequeña y vieja a las afueras del pueblo de Guayacán, Santander. Sobrevivíamos con lo que recogíamos de las cosechas y del poco dinero que nos daban por ellas. José adoraba el alcohol por lo que cada noche era inevitable verlo llegar borracho a más no poder. Su temperamento en ese momento era peor que de costumbre, el simple hecho de escucharlo llegar hacía que mi corazón latiera más rápido; mis pensamientos estaban poseídos por el temor pues me encontraba en medio de la nada, sola en mi casita, donde por más que gritara nadie podría escucharme, solamente el monte que me acorralaba por lado y lado. 

Su forma de desquite durante la borrachera era darme palo ventiado hasta que se cansara, para después encerrarme con candado en un cuartico de lo más oscuro, mientras mis hijas, despertadas por el miedo, escuchaban todo, a la vez que temblaban, lloraban y gritaban. Ante la reacción de las muchachas José respondía de la forma más violenta posible, amenazándolas con una escopeta para que se callaran y no lo irritaran más. 

Por esta razón, con el pasar del tiempo, el solo hecho de sentir sus pasos generaba que mi cuerpo, ya de manera automática, tratara de salvar a mis hijas, haciendo que yo reaccionara para llevarlas a un lugar seguro antes de que los pasos de su papá se escucharan más cerca. Este lugar era un matorral cerca de la casa, donde le era imposible encontrarnos hasta el día siguiente, ese era nuestra cobija para el frío de la noche y nuestro espacio para mirar la luz, algo opaca, de la luna, mientras José nos buscaba durante un rato hasta caer rendido y entrar a la casa. 

Por más que quisiera dejarlo algo me amarraba a José, no me importaban todos sus intentos de matar a su propia familia, para mí él era todo; un rey al cual debía servirle. Muchos dirán que mi actitud se debía a mi crianza en medio del desconocimiento, en la que pensaba que una de mis muchas labores era cuidar el hogar a toda costa, un hogar que dependía del esposo y de trabajar en el monte hasta que se me pelaran las manos, o quizás lo hacía por las niñas, que eran ocho, vivíamos todas en un infierno constante que hasta el momento era todo lo que conocían. Pero hablando sinceramente, yo tampoco tengo una respuesta al por qué, todo lo que yo hacía dependía de él, hasta matar a una gallina pa’ un sancocho. 

A medida que las muchachas dejaban la ropa todo empeoraba, pues la necesidad de plata se notaba cada vez más, y no es como que fueran todas unas señoritas para que empezaran a trabajar o conseguir un hogar; todas estaban pequeñas, la mayor tenía solo 6 añitos por lo que tenía que rebuscármela cada vez más. Algunas veces me llevaba a las dos más pequeñas en un talego al hombro para irme a trabajar, mientras que otras veces las dejaba solas en la casa,  a cargo de las mayorcitas. Así fue durante un tiempo, hasta que empecé a preguntarle a la mayor si le parecía la idea de ir a vivir con unos tíos, ya que comida no había de sobra en la casa. Nana, en medio de su pensamiento de niña, aceptó, y, finalmente, José tomó la decisión.

Así pasaron los días y llegó el momento de decir adiós. Nos fuimos a las 3:00 de la mañana para que el sol no nos sofocara, me puse una falda que me llegaba hasta los tobillos, me arreglé, vestí a Nana y nos fuimos. El camino se sentía raro, era como una presión en el pecho, sumado al hecho de que mi niña, al darse cuenta de que viviría con sus tíos toda su vida se agarraba a mi falda con todos sus ánimos, me rogaba que no la dejara, pues a pesar de todo yo era su mamá, una mamá que ella pedía a gritos y no la encontraba, justo como yo pedía ayuda.  

Los golpes y el silencio del campo me la arrebataron. Esa niña estaba en su punto máximo de vulnerabilidad, ella no me quería dejar, yo era su tesoro preciado. Sé que yo necesitaba estar más presente en su vida. Las dos lo entendíamos sin necesidad de traer plastilina, pero a pesar de su desesperación tuve que decirle adiós, adiós a esa niña con un buen corazón brillante.  Ahora su corazón iba a estar tan oscuro como la luz de luna que nos alumbraba por las noches en el matorral, todo por culpa de una mamá que no se quedó a su lado.

Falta: 

  1. Hecho de no haber aquello que se indica o de haber menos de lo necesario.

“Falta de dinero y amor”

  1. Ausencia de una persona en un lugar.

“Nadie notó su falta”

Mamá en ese momento me dijo adiós, sin más. No podía aceptarlo, no podía tomar en serio el hecho de que no la volvería a ver. Por más que le supliqué simplemente continuaba con su mirada firme en el camino, y al llegar a saludar a los tíos, me dijo el adiós más simple que escuché jamás, mientras el bus partía conmigo. Esas son memorias que se quedan grabadas de por vida, en la mente, por más niño que uno sea… cómo olvidar el último adiós. 

Todos los días imploraba para regresar a mi hogar, a pesar de que lo habitara un monstruo cada noche, a quien me hacían llamarle papá. Yo me sentía completa porque mi mamá era toda una verraca que, con sus millones de defectos y errores que cometía constantemente, iluminaba mis días con su valentía para afrontar las cosas. Decían que nos faltaba tanto, pero yo no lo sentía así porque mamá estaba a mi lado para protegerme, junto con mis hermanitas; mamá era tan única como un sol de venado, un sol que cuando menos lo esperé dejó de reflejarse en el cielo para ya no indicarme a dónde debía ir. Ahora yo solo era una niña perdida sin un sol que la guiara, una niña que no se cansaba de suplicar que le dejaran ver a su mamá por más que se lo negaran. 

 ― ¡¿Cómo te atreves a dejarme sola?!  ― Era lo único que podía pensar cada día.  ―Ni siquiera mis llamadas contestas. Y la única ocasión en la que te pude volver a ver me trataste como a una extraña y como alguien en quien no se podía confiar. Cada ceremonia, evento, logro, todo… todos mis sueños consistían y consisten en que tú estés ahí para mí y, aun así, ni en los sueños te apareciste. Solo quiero un abrazo, solo deseo como loca que vuelvas para decirme que me amas, solo quiero un consejo, por favor hazlo, te lo suplico, vuelve y no me abandones. Es lo que siempre había querido decirle.

Cada vez que me preguntaban qué le había pasado a mi madre o dónde estaba mi familia, prefería decir que no tenía, porque eso era lo que sentía. Mis hermanas y mi mamá dejaron de ser mi familia en el momento en que no se preocuparon por mí, aun sabiendo que al cumplir mis 11 años dejé la casa de mis tíos. Ellas no hicieron nada al respecto, mamá nunca me llamó y mucho menos le dijo a alguien que me preguntara cómo estaba yo, simplemente quiso continuar con su papel de indiferencia.

Solo habían pasado cuatro años, aún era pequeña y estaba sola contra el mundo.  Ya no tenía ni siquiera donde vivir, ya el monstruo no solo era mi papá si no que lo eran todos a mi alrededor. A partir de esos pensamientos que se fueron construyendo desde mis seis años, y todo lo que me sucedió que me hizo tanto daño, hasta dejarme herida de muerte, me fijé un objetivo: continuar para que luego llegara el día de encontrarme con la familia que me dejó en el olvido. Y que, por más que yo tratara, no podía hacer lo mismo que hicieron conmigo.

Unir: verbo transitivo

  1. Juntar dos o más elementos distintos para formar un todo.

“unir lo que nos queda”

  1. Concordar las voluntades u opiniones de dos o más personas o grupos para conseguir un fin determinado, o hacer que sientan confianza o afecto uno por otro.

“unir lo que sentimos”

Estaba cansada de formar parte de ese olvido del cual ya era tan amiga, por lo que tan pronto como pude decidí volver al lugar que sepulté en lo más profundo de mis entrañas con las ilusiones, los juegos y todos los besos perdidos. De ese lugar que una vez llegué a llamar hogar, ahora solo quedaban migajas que traté de unir por años, pero nunca lo logré. 

Llegué a casa a buscar las respuestas que hasta el momento se habían convertido en el reemplazo de los sueños de una niña que quería un abrazo de su mamá. Al momento de llegar, lo primero que vi fue a mi mamá, una mezcla de emociones me inundó, al mismo tiempo que las preguntas estallaban mi mente. Por eso, lo primero que hice fue empezar a preguntar: ¿por qué me abandonaste? A lo que mamá respondió: “faltaba comida en la casa”. En ese momento sentí como si el peor de los males se apoderara de mí. Nuestra situación en esa época era muy mala, recuerdo que había días en los que incluso no llegábamos a comer, pero aun así sentía que mamá habría podido hacer algo al respecto, lo sabía, sabía que había más opciones que abandonarme. Después de todo yo siempre la veía como una mujer verraca, capaz de mover el cielo y la tierra. 

Ella era mi tesoro, pero ¿cómo un tesoro, algo tan preciado, podría hacerme tanto daño con una sola respuesta? En ese momento, el cúmulo de emociones que tanto tiempo había estado sepultado en lo más profundo de mi ser, estalló: 

–¡¿Si una fiera es capaz de defender a sus cachorros por qué tú no me defendiste a mí de ellos?! –  le refuté.

Las pocas ilusiones que no sabía que me quedaban se habían ido al suelo, y en cuestión de poco tiempo me fui de la casa nuevamente, pero esta vez estaba decidida a borrar a todos de mi memoria, de una vez por todas.

Así los años siguieron pasando y pasando, hasta que en el momento menos esperado mi familia me contactó para informarme que mamá estaba muy enferma; le habían diagnosticado Alzheimer, una enfermedad incurable que al final la terminaría matando por las complicaciones. No lo podía creer, a aquella persona a quien tanto tiempo le guardé rencor, de repente se encontraba tan indefensa como la niña a quien ella le dijo adiós frente a un bus. Estaba sola y no tenía a nadie, pensé que esa era mi oportunidad perfecta para pagarle con la misma moneda. 

Sin embargo, yo no era mi madre y a pesar de eso, en el fondo sabía todo lo que ella sufrió por causa de un mal hogar, nunca lo quise admitir, pero ya era hora de hacerlo. Era como si el destino me diera otra oportunidad de tratar de recuperar lo que perdí, fui a ver a mamá nuevamente para, al final, tomar la decisión de llevarla a un lugar donde cuidarían mejor de ella que cualquiera de la familia. Ya que todos estábamos allí, y ya éramos mayores, decidimos llevarla a la Fundación Amor y Vida Nicoline, en Soacha, Cundinamarca.

Cada día iba a visitarla, charlábamos, jugábamos, nos contábamos chismes, cosas que haría una madre con su hija, me sentía como una niña cuidando de otra. La mamá que un día decidí enterrar, finalmente estaba a mi lado, no como yo quería, pero con su sola presencia me bastaba, era tal como yo la recordaba cuando era pequeña: dulce, amable y valiente. Probablemente nunca había dejado de lado esa esencia que trató de camuflar por miedo de lo que sucedería. 

Un día cuando fui a visitarla me abrazó sin más, fue el abrazo más cálido que pude sentir en mi vida, fue el primer abrazo que sentí de verdad. Ese había sido mi primer sueño y también el primero roto, y en menos de un segundo había renacido completamente y se había cumplido. Mamá por fin volvió.

 

Importante: Heidy, realiza un ejercicio de investigación a través de entrevistas y llamadas telefónicas para tener la versión de la madre, la hija y su prima, quien es la encargada de la fundación. Decide narrar la historia en primera persona con el consentimiento de los personajes, quienes le solicitaron no mencionar sus nombres.

Recuerdos

Por: Isabella Correa Saraz

Cosmo School

Grado Noveno

Tallerista Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

“Este es un texto muy profundo que perfila a una familia que ha dado frutos gracias al gran abuelo, quien, como un árbol frondoso, los ha abrazado a todos con sus ramas. Así nos lo deja sentir Isabella en sus recuerdos claramente narrados a la luz de sus sentidos, desde el tacto hasta el olfato. La memoria de Isabella le deja pistas a esta sociedad contemporánea sobre elementos que no pueden quedar en el olvido si queremos preservar lo humano. El cambio que hace en su relato, de los recuerdos a las carticas, le da un toque muy intimista muy bello.” 

 

Recuerdo perfectamente los días en la finca de los papitos en Granada. Esos días eran cálidos, se percibía el frío y la neblina en las mañanas, pero acogía al lugar una linda sensación de calor con la familia. Apenas  me paraba iba al comedor, en donde regularmente estaban algunos primos y tíos desayunando arepa con quesito, chocolate en leche y galletas. Me dedicaba a mirar el lindo paisaje de Granada y escuchaba vagas conversaciones a mi lado, era precioso. De este ambiente hacía parte mi bisabuelo, Pedro, él casi siempre estaba con sus vaquitas, un poco untado de tierra en sus manos y con un sombrero puesto. Cuando iba al comedor para desayunar observaba como él, al igual que yo, contemplaba el paisaje, a sus nietos, bisnietos y algunos hijos que iban caminando por ahí.

El sonido de las mañanas era peculiar: el canto de algunos pajaritos, su pocillo al chocar con la mesa o tomar su chocolate, el plato y la cucharita temblando, o bueno como algunos le decíamos, con su campanita. Recuerdo muy bien nuestros saludos, “la Correíta de los Saraces”, me decía él, y yo con unas risitas respondía: -Hola pito, ¿cómo amaneció? – Las conversaciones acababan y volvía a estar con sus vaquitas o se iba al bohío donde cuidaba el sembrado de plátano, maíz y frijol.  También recuerdo como, al medio día, ponían canciones en el bafle, algunos tangos que suponía eran suyos y una que otra canción de cumbia.

En la noche eran mis momentos favoritos. Mi bisabuela Flor, mi papito Pedro, la tía Mary, algunos tíos, primos y yo jugábamos guayabita; ahí nos “pelaba” muchas veces el papito. Él siempre estaba con una buena actitud, decía: “esto es para yo, para Pedro, para Peter, para Pedro Claver”. Y si perdía seguía jugando hasta recuperarse o terminarnos de “pelar”.

También recuerdo en diciembre los abrazos suyos, su olor, con gotas dulces y de eucalipto; para mí, él olía a eso, y de alguna manera me daba paz. Para él no existía el rencor, ni la rabia. Fue un ser que brindó tanto a otros.

Papito de ti siempre había para los demás, siempre había espacio, comida y amor.  Tú eras eso, tú eras amor.

Ahora, muchas veces, me he puesto a escuchar tu canción, Vive, de José María Napoleón, tu ley de vida. No hay nada que te describa mejor que esa canción. Tu viviste hasta el final, obtuviste todo lo que buscabas y nos dejaste un enorme legado de amor hacia los demás. También te quiero decir que tu canción favorita se convirtió en la mía, en un himno de completo amor y enseñanza, yo sé que conseguiste lo que amabas y yo lo haré en honor a ti.

Papito tú eres mucho. Eres un recuerdo, un olor, un abrazo, un beso, una canción, una experiencia, una sensación. Tú eres y seguirás siendo alguien excepcional. Sé que te fuiste feliz, sé que estás satisfecho por todo lo que lograste, todo lo que conseguiste y todo lo que dejaste, sabes que ocupas un gran lugar en muchos corazones.

Carticas

8 de octubre de 2022 / 7:45 pm

Papito hola soy Isa, la Correíta de los Saraces, sé que estás muy débil y sé que estás poniendo mucho de tu parte; pero, por favor, te pido, espérame hasta mañana, tengo un plan para entrar con una prima a la sala donde estás internado, dame sólo unas horas, sé que, aunque no pueda, voy a verte una última vez.

8 de octubre / 9:50 pm

Pito, creí que estaba a tiempo y que me ibas a esperar un poco más, las palabras no caben para describir este dolor del alma que estoy llevando. Me sorprende ver a la mamita Flor y que sea tan fuerte, más fuerte que la mayoría de nosotros, algo me dice que esos abrazos que se dieron en el hospital jamás los olvidará.

8 de octubre/ 10: 30 pm

Me despedí de ti, de tu ser físico. Me derrumbé y vi derrumbarse a muchos, no te quería dejar, no quería irme de tu lado, me aferré a tu cuerpo de una manera que no había hecho nunca; besé tu frente y tus mejillas, mientras pasaba los deditos por el resto de tu cara ahora un poco fría. Me consolaron por un rato unas caricias de algunos primos que estaban a mi lado, pero nada quitaba la tristeza que sentía al reconocer que no volverás a estar.

8 de octubre/ 11:25 pm

Pitico, vimos una estrella, la única que había en el cielo esa noche, desde ahí asumí que eras tú mostrándonos tu luz, esa que jamás se apagará.

9 de octubre/ 10:50 am

Estaba en tu velorio, si te soy sincera estaba consciente de que la muerte iba a llegar, pero nunca pensé que fuera en este momento. Mientras estaba en un limbo mental veía a toda la familia, conocidos y amigos, y aun así seguía sorprendida, ¿mi Papito no era para siempre? Veía a varios llorar, otros cuidar a la mamita Flor, algunos caminando por la sala de velación y otros sentados, supongo que al igual que yo, asimilado un poco las cosas.

9 de octubre/ 11:45 am

Mientras llorábamos, todos hacíamos oraciones y cantábamos para ti; toda la familia estaba abrazada y con el corazón en la boca. Juro que jamás había sentido tanto una canción, escuchaba atentamente las letras, la melancolía y la tristeza me ganaban.

9 de octubre/ 2:30 pm

Me dediqué a llorar en tu ataúd, no tenía la fortaleza para pararme y salir, sabía que esa era la última vez que te iba a poder ver y “sentir” así de cerca. No me da pena parecer la típica Magdalena tirada a tu lado, sin algo más por hacer que llorar, esa era mi forma de pasar mi duelo y también sabía que era la última vez que lo podía hacer, desde ese momento tenía que ser fuerte para la mamita, mi mamá y el resto de familia más cercana. Así que me quedé ahí hasta que te sacaron para ir a la iglesia.

9 de octubre/ 3:00 pm

La misa. Fue un momento doloroso, escuchaba palabras, cartas hacia ti, hacia la familia, escuchaba a personas diciendo que jamás habían conocido una familia tan unida y por ello nos felicitaron. Ahí me quedé yo; en ese comentario tan lindo que le dio gotas de calidez a mi corazón, eso fue una de las muchas cosas que dejaste, una familia increíblemente unida, por eso también te admiro.

9 de octubre/ 4:50 pm

La cremación.

Estaba rodeada de familia, claramente llorando aún, quería permanecer fuerte con la mamita Flor, pero no podía, no tenía ese grado de fuerza en mí, solo podía abrazar a los que estaban a mi lado  y llorar los pocos momentos que quedaban contigo ahí. Toqué por última vez el ataúd y te llevaron a ese horno que, en tan pocos minutos, múltiples sensaciones me hizo sentir. Cuando tuvimos que salir, pude ver como muchos familiares prácticamente morían en vida, y solo pensaba en la falta que nos vas a hacer Peter.

9 de octubre/ 8:45 pm

Te vi, miré al cielo y pude ver cómo la estrella a la que llamé con tu nombre estaba ahí, intacta, y de alguna manera sabía que esa era tu presencia. Y por varias horas lloré y lloré.

10 de octubre

Todos seguíamos devastados, no hacíamos mucho más aparte de lo esencial, y llorar; llegó la hora de la novena y todos junticos nos acompañamos. Fue un día muy poco movido, pero el cansancio se palpaba en el aire, recordé cuando estabas en la clínica y la tía Mary estaba hospitalizada, una semana antes de tu muerte, era todo un caos, la tía estaba muy mal y ,como tú también lo estabas, todos tus hijos querían estar contigo y darte un último adiós. Tocaba turnarse para los cuidados y nadie dejaba solo a nadie, creo que eso me enseñó a valorar todo lo que nosotros como familia pudimos hacer.

Nuevamente vi tu estrella, solo tengo la certeza de que estás ahí.

12 de octubre

Fuimos temprano a Granada, a tu adorada finquita. Esa llegada fue especialmente dolorosa, todos pudimos sentir como faltabas tú, y eso nos partía en varios pedazos el alma.

Decidimos con la mamita Flor que tu lugar era la finca, ya que siempre animabas los fines de semana para poder ir y disfrutar allá. Así que hicimos un huequito en el jardín de la finca y pusimos tus cenizas ahí, pues todos sabíamos que te sentirías libre y era donde merecías estar.

Semana del 16 al 22 de octubre

Sin mentirte ha sido muy complicada tu partida, mientras más tiempo va corriendo, más vamos extrañando tu juguetona y hermosa presencia; y tengo una que otra cosa por decirte:

La primera, es que tu canción favorita se convirtió en la mía, en un himno de enseñanza y amor. Viviré mi vida intensamente como lo hacías tú, y en honor a ti voy a cumplir mis sueños.

La segunda, es que, en cada corazón, de cada hijo, nieto o bisnieto vas a estar y vas a permanecer por siempre. Sé que jamás serás olvidado.

La tercera, es que entre nosotros dos quedó pendiente el último juego de dominó, ese que tanto nos gustaba jugar; acuérdate pues que a mí nadie me gana en ese juego y me debes una, porque en la anterior quedaste ganando.

Vive 

José María Napoleón
https://www.youtube.com/watch?v=CMHcWIqGH2g

Nada te llevarás cuando te marches

Cuando se acerque el día de tu final

Vive feliz ahora mientras puedes

Tal vez mañana no tengas tiempo

Para sentirte despertar.

Siente correr la sangre por tus venas

Siembra tu tierra y ponte a trabajar

Deja volar libre tu pensamiento

Deja el rencor para otro tiempo

Y echa tu barca a navegar.

Abre tus brazos fuertes a la vida

No dejes nada a la deriva

Del cielo nada te caerá;

Trata de ser feliz con lo que tienes

Vive la vida intensamente

Luchando lo conseguirás.

Y cuando llegue al fin tu despedida

Seguro es que feliz sonreirás

Por haber conseguido lo que amabas

Por encontrar lo que buscabas

Porque viviste hasta el final.

 

Ahora ya no estás, Nany

Por: Jhonny Alejandro Maya

I.E Benedikta Zür Nieden

Grado Décimo

Tallerista Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

Desde el principio pensé que siempre te iba a tener para toda la vida, que seríamos como la uña y la mugre, el dúo perfecto. En todo momento tú eras la que me levantaba el ánimo y yo siempre te brindaba compañía, éramos unos niños inocentes enfrentando el inicio de nuestras vidas. Mi nacimiento y el tuyo fueron pura casualidad. ¡Quién pensaría que dos integrantes de nuestra familia nacerían el mismo día! Por eso siempre pensé que éramos mellizos de padres diferentes.

Mi madre y la tuya en todo momento fueron mejores amigas; si una asistía o era anfitriona de algún evento siempre tenía que estar la otra, creo que eso fortaleció nuestro vínculo. Mi hermana amaba jugar contigo aunque ella te llevara 4 años de ventaja, por eso mi tío cuando pensaba que tú te aburrías siempre tenía en la mente a mi hermana. Todos mis familiares te amaban, fuiste una niña bondadosa y generosa sin que el mundo vil te corrompiera. Sé que para mi tío eras el sol de cada mañana, su razón de vivir, le alegrabas el día a día. Lo sé por su manera de hablar cuando te menciona.

En mi mente quedaste grabada como una prima hermana. Tu piel blanca la adornaban tus lunares, y tus ojos color marrón acompañados de un cabello castaño embellecían tu rostro angelical. Siempre me apoyabas, sobre todo en los momentos que sentía vergüenza o pánico ante una situación. Recuerdo nuestro primer día de clases juntos como si fuera ayer; tú estabas emocionada y yo asustado porque era algo muy raro para mí, pues ya no tenía la protección y seguridad de estar rodeado de personas con las que pasaba mi vida cotidiana; sin embargo, tú estuviste presente. Ahora ya no estás.

El año 2013 fue un año duro para mi familia ya que pasábamos por una pérdida de un tío muy querido cuatro meses atrás. Luego, un domingo cualquiera, recuerdo que yo estaba jugando en mi casa al lado de mis dos hermanas y mi madre; mi padre estaba pescando en San Pedro con mi tío, buscando la manera de relajarse de los problemas que tenía, ya que se estaba separando de su esposa y eso implicaba luchar por la custodia de mi prima. Mientras estaba allí, le entró una llamada de un conocido, contándole que hubo una masacre en la casa de mi prima -su hija- por lo que contactó a mi mamá y le pidió que fuera a ver si era cierto. Ella fue y al llegar a la casa se dio cuenta de lo que había sucedido. 

De inmediato mi madre empezó a llamar a todos mis familiares. Algunos decidieron ir a la casa de mi prima a corroborar, pues lo que les decían era algo muy inverosímil. Una de esas llamadas entró a mi casa, y mi hermana mayor la atendió, lo que le dijeron simplemente la dejó atónita y empezó a llorar a cántaros. Yo le pregunté qué había ocurrido y me dijo algo que, hoy por hoy, sigue resonando en mi mente: “Murió su prima”. Esas pocas palabras fueron suficientes para dejarme pasmado por todo un día. A partir de ese momento, nada sería igual.

Cuando se enteró de la noticia, mi tío no la pensó dos veces para ir a la casa de mi prima y, aunque estuviera a 36 kilómetros de distancia, no tardó. A su llegada, todos comenzaron a decir: “Llegó el papá, llegó el papá” y cuando empezó a avanzar se encontró lo peor…

Este era un cuadro difícil de olvidar; mi tío vio cómo alrededor de la casa había policías, mucha gente y familiares. Para ese momento él ya había confirmado lo que había pasado. Tantas emociones lo invadieron en un mismo instante que no se logró controlar: se colgó de las rejas de la casa y empezó a gritar, se sentía como un hombre abandonado por Dios. Solo había una persona que se había salvado de ese fatídico día: él. 

Toda mi familia ese día estuvo desolada sin saber qué hacer, mientras la policía buscaba culpables. Es que ¿quién podría haber matado a toda una familia tan despiadadamente con un machete, a una niña inocente con todas las de vivir, a su madre y a unos señores de edad considerable queriendo disfrutar sus últimos años?

Tres personas eran sospechosas. Una de ellas era mi tío por las constantes peleas con la mamá de mi prima. Las otras dos eran unos hermanos. vecinos de mi prima, que se habían enamorado de su madre, pero ella no les correspondía. ¡Y justo ese día ellos estaban desaparecidos! Después de una investigación severa dieron con los culpables, efectivamente eran esos hermanos. Los metieron a la cárcel por bastante tiempo.

Para mi familia nada siguió siendo lo mismo, habían perdido el sol que los alegraba cada vez que los veía. Ella nos dejó un vacío que nadie puede llenar. Ahora solo hay ilusiones y pensamientos de cómo sería si aún te tuviéramos, para poder volver a decirte: “Nanny” y que tú voltearas con una sonrisa en tu rostro. Para mi tío fue como si le hubieran quitado gran parte de él, y que todo en su vida hubiera perdido el sentido por unos momentos. Como si el resto del mundo ya no importara; teniendo que luchar por un futuro sin poder volver a ver a su hija, creyendo que todo era culpa de él.

Por mi parte nada fue igual, al no tener una persona de mi edad que me comprendiera, ni tener pareja de juegos, no me sentía a gusto con nadie. Sigo asistiendo al colegio, afrontando la realidad de que ya no estés a mi lado. Siempre me pregunto por qué una inocente niña sufrió actos que no tenían nada que ver con ella… Ahora mi tío y yo compartimos algo, y es que no te tenemos al lado para celebrar un año más de vida en cada cumpleaños.

Un viernes de chocoaventuras

Por: Maria Paulina Marín

IE Presbítero Antonio José Bernal

Grado Décimo

Tallerista: Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

El abrasador sol no tenía compañía, era un día despejado, sin ninguna nube que manchara el inmenso azul del cielo. La tarde, como decimos coloquialmente, me había cogido. Llegué a la estación del metro y cerca de los torniquetes encontré a mi amigo Sebastián, un chico moreno, cálido y alegre, de estatura media, cabello y ojos de un marrón profundo y oscuro. Me disculpé por aquellos minutos de retraso y después de un afectuoso saludo, nos dispusimos a entrar en el metro. Eran las 2:15 p.m. En el tórrido vagón conversamos sobre nuestro destino: el Jardín Botánico de Medellín.

Llegamos a la Estación Universidad, listos para un viernes de “chocoaventuras”. Entramos al centro comercial Bosque Plaza para satisfacer nuestros mundanos deseos comprando dos helados y, alegremente, nos dirigimos a la salida. La compañía agradable y divertida de mi compañero de aventuras parecía, en ese momento, inmarcesible.

Al salir del centro comercial nos separaba del Jardín Botánico una calle poco transitada; el semáforo estaba en rojo y pese a que en incontables ocasiones habíamos cruzado calles como si fuéramos inmortales, decidimos esperar a que el verde se pusiera de nuestro lado mientras discutíamos acerca de las cerezas de mi helado, un poco ausentes de aquella realidad violenta que permearía con ímpetu nuestro sosiego.

Por fin, el semáforo cambió de color y cruzamos la calle. Más adelante un muchacho nos detuvo, pensé que nos vendería manillas o nos invitaría a un puesto de micheladas, algo común en la zona; sin embargo, en el momento en el que se alzó la camisa dejando entrever sutilmente un arma de fuego, nos percatamos de la situación.

El joven cuya apariencia desaliñada nos dejaba zozobra, nos saludó con formalidad y empezó un interrogatorio que nos hizo sentir como si fuéramos los únicos presentes en aquel plano de la realidad. Las personas que pasaban a nuestro lado, ajenas a la situación, vivían su día con aparente normalidad.

Comentó que nos estaban observando y, debido a nuestro comportamiento denominado por ellos como sospechoso, nos había detenido. Declaramos que sencillamente estábamos esperando a que el semáforo cambiara su color y pese a que pudimos apreciar cierta sorpresa en su rostro, como si se hubiera percatado del error, no dejó que siguiéramos. Mientras requisaba nuestros bolsos, nos dijo que había unos 30 hombres vigilando y los nombres de algunas bandas de la zona. Preguntó cuáles habían sido nuestras últimas llamadas y revisó nuestros celulares, también cuestionó la cantidad de dinero lícito que teníamos en efectivo e instó para entregárselo. Nosotros respondíamos torpemente.

El muchacho, pese a su aura imponente y la situación amenazante, hablaba con cierta familiaridad, en cada momento se dirigía a mí con un: “Disculpe princesa si la estoy incomodando”. Y yo no podía responderle más que “tranquilo”, como si fuese una acción sin importancia.

En aquella situación, la cual era la primera experiencia que tenía de ese tipo, solo podía resignarme a perder mis pertenencias; sin embargo, mi amigo y yo nos quedamos atónitos al recibir de vuelta nuestro dinero y nuestros celulares. Aquel joven nos ordenó irnos de ahí y no volver por la zona aunque nos sorprendió con su despedida, pues de manera amistosa nos abrazó para posteriormente perderse entre la multitud que había más adelante. Realmente no comprendía esos cuidados de la gente para “proteger” la ciudad.

Nosotros, desconcertados, rápidamente cruzamos la calle para tomar el metro, en ese momento un taxista que, supongo se dio cuenta de la situación, nos preguntó si nos habían robado, después de responderle con una negativa entramos apresurados al metro. Cuando llegamos a la estación Acevedo, de donde habíamos partido, eran recién las 3:00 p.m. Nuestro viernes de “chocoaventuras” había terminado un poco antes de lo planeado.

 

La mejor parte de salir, es volver

Por: Sebastián Velásquez Vélez

Colegio San José de las Vegas

Grado Octavo

Tallerista Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana, Universidad de San Buenaventura

Me desperté muy temprano aquel domingo, noveno día del mes décimo, según el calendario que suelo guardar en mi pequeño cajón de chécheres y bobadas. De hecho, no sería apropiado decir ‘me desperté’, sino más bien ‘me despertaron’. Específicamente, me levantó mi papá con un estado de ánimo increíblemente feliz para ser las seis de la mañana de un fin de semana. Medio dormido, somnoliento y físicamente cansado, a pesar de haber dormido estrictamente las 8 horas recomendadas, oí la voz de mi padre sentado en el borde de mi cama, en la mitad de una habitación decorada, y vestido ya con sus prendas deportivas: una sudadera negra y una camisa verde. Entonando un infantil y agradable susurro me preguntó: “¿Si vamos a salir en la cicla?”.

Me compuse al instante y viendo sus ojos brillantes y expectantes, no pude decirle que no a algo que tanto disfrutábamos y que él amaba. Miré por la ventana, el día era frío, nublado y apagado. Medellín estaba dormida, y no podía haber mejor día para salir. Me arreglé también con una sudadera negra, y una camisa azul clara, que me quedaba ancha y tomé lo que necesitaba: un termo con agua helada, mi celular, mi reloj y mis llaves, los guardé en un bolsito negro de tela gruesa, que mi papá había comprado y le había instalado a mi bicicleta en la parte trasera. Salí por el pasillo hacia el espacio del comedor y la sala, por donde ya salían los primeros rayos solares, que entre nubes y cortinas lograban darle un poco de vida a la casa. Vi que mi padre estaba ya listo, sentado en el mueble principal, descansando los ojos y esperándome expectante, por ende, me puse los suaves guantes que me protegían de tallarme y el duro casco que, de hecho, me quedaba un poco angosto.

Salimos por la puerta blanca, tratando de no hacer mucho ruido, pues mi mamá dormía todavía. Cerramos y, como siempre, mi papá echó llave, por seguridad. Descendimos los 75 escalones bellamente pulidos, a paso lento y cuidadoso, prestando atención para no dañar las pesadas bicicletas que cargábamos. Mi edificio era una construcción algo vieja, que carecía de ascensor. En definitiva, bajar por aquí era una de las partes más complicadas y agobiantes de estas salidas rutinarias. Al salir del bloque y estando ya en los senderos de la unidad, nos montamos en las ciclas y avanzamos cautelosamente, como siempre el mayor responsable encabezando y previniendo cualquier inconveniente con algún residente que se encontrara caminando. Frente a la salida del conjunto residencial, saludamos al portero, que recién iniciaba su turno, a las 7:00 pasadas, y que se preparaba su café matutino en su pequeña oficina. 

Salir a la calle, como tal, siempre me daba nervios, porque el cuidado debía ser máximo. Mis dedos, que quedaban al descubierto por los guantes, iban siempre rozando en ambos lados los frenos, esa era la recomendación que me hacía siempre mi padre. Más nervioso me ponía, cuando pasaban buses justo por nuestro lado, o cuando nos teníamos que detener en una intersección, al lado de los autos. Era un descanso salirnos de las principales vías, y entrar a calles pequeñas que solo adornaban algunas cuantas casas antiguas y sus bellos jardines delanteros, repletos de flores y bellas plantas tradicionales, muy bien conservados. Había pocas personas afuera, pero a todas me gustaba darles una sonrisa, abreviando el ‘buenos días’ que en la velocidad de una bici no podía darles.

Sin embargo, como no había mucha actividad humana, podía disfrutar, al menos por esos minutos en la zona, los cantos de los pájaros y el leve sonido de las llantas de la bici rozando el pavimento húmedo y áspero. El siguiente paso, al haber pasado el sector tranquilo de mi barrio, era tomar la canalización del metro, es decir, la calle sobre la que se extiende la línea B. Aquel cruce, el de la Institución Educativa Concejo de Medellín, era difícil, a veces, solo podía pasar mi papá, por lo que yo tenía que esperar nerviosamente a que algún alma solidaria me diera el paso. En la congestión y el estrés que a un ciclista le puede generar tanto carro, se podía ver el metro, la estación y el colegio. Aunque no conocía bien a este último, lo asociaba con los buenos momentos que pasaba con mis padres, cuando bajábamos caminando desde la casa hasta allí, para que ellos votaran. El hecho de hacer algo tan único y tan especial, que pocas veces podrían hacer, me daba nostalgia, porque algún día sería yo el que estaría votando. 

Nos detuvimos en los semáforos de la 80, de la 76, de la 73, de la 70, de la 68, para llegar a Suramericana, la primera base. Me daba alegría que, con cada calle y cada metro que avanzábamos, más ciclistas se unían a la ruta, buscando llegar a la ciclovía habilitada, como nosotros. Debajo de la estación nos detuvimos a esperar a quien nos había motivado a tomar esta rutina semanal: mi abuelo. Aprovechando que él aún no llegaba, compré en un puesto de comida una empanada pequeña, que me calmara el hambre. Era costumbre salir sin desayunar para estar livianos y comer en la ciclorruta, cuando ya necesitáramos las calorías y los nutrientes para seguir pedaleando. Esa era la idea de mi abuelo, pero mi papá me alcahueteaba comprarme una que otra cosa antes de seguir por la ruta. Mientras yo comía, mi papá saludaba y hablaba con otros ciclistas que pasaban y con miembros del INDER que cuidaban y custodiaban. 

Tras notar que yo ya había terminado, le volvió a agradecer a la vendedora, y nos sentamos en una banca de madera, detallando cada bicicleta. La mía, había sido su regalo: era verde con negro, un poco más pesada, todoterreno y de montaña. La de mi papa, por su parte, se la había prestado mi tío y era amarilla con blanco, ultraliviana, con decorados competitivos, muy profesional, para eventos y competencias. Sin embargo, notaba que mis llantas eran gruesas y podían pasar cualquier obstáculo, piedra o bache, mientras que las de mi papá eran muy delgadas, y el equilibrio en estas era más complicado. Entendí porque él quería montar más en mi cicla, y que, en definitiva, bicis como las suyas podían ser, en determinados casos de uso, un verdadero peligro o al menos un inconveniente serio. 

Después de un rato, vimos al fondo una mancha blanca sobre ruedas que se acercaba rápidamente desde la ciclovía de la 65. Se trataba, por supuesto, de mi abuelo. Llevaba camisa blanca y pantalón negro especial para montar bicicleta; él siempre vestía como debía ser, en los momentos que lo requirieran. Lo saludamos efusivamente, y sin muchos rodeos se puso manos a la obra, encabezando la hilera de bicis que formábamos los tres.

Bajamos desde la estación Suramericana, hasta la autopista, donde se habilitaba la mitad de su amplia calzada para fines deportivos. Este barrio siempre es muy arbóreo, y pude escuchar una vez más los diferentes sonidos: fuertes y débiles, dulces y raros, que producía la diversidad de pájaros que se posaban sobre los guayacanes y mangos, mientras llegábamos al cruce. Justamente allí, los guardas actuaban como un semáforo que controlaba el tránsito entre los autos que venían del norte y los ciclistas. Fue por esto que estuvimos detenidos mientras se acumulaba el número suficiente de personas que cruzaran al mismo tiempo. La recomendación de mi abuelo era pasar caminando para evitar cualquier riesgo. Tras esto, les pregunté lo de siempre: ¿hacia dónde iríamos primero? Esa era la cuestión. Como el domingo pasado habíamos llegado a la decisión de pedalear primero hacia Itagüí, esta vez, y buscando variar el recorrido, tomamos primero el rumbo hacia el norte, hacia Bello. 

La vía estaba llena de baches, algunos pequeños, y otros más grandes. Era visible el amplio flujo vehicular que recibía la autopista cada día. Las llantas, al pasar sobre los charcos, por más pequeños que fueran, siempre levantaban algunas gotas que golpeaban mi rostro y mis manos, heladas pero, entre el cansancio, resultaban muy refrescantes. La ruta hasta Niquía estaba llena de puentes. Subirlos era un trabajo arduo en el que me tuve que detener varias veces, tomar aire y seguir empujando mi propio peso. El merecido descanso de haberlos subido, por supuesto, era bajarlos, pues podía dejar el pedaleo unos instantes y sentir el aire frío y húmedo que entraba por el valle, muy normal a esas horas de la mañana.

Debíamos pasar por las casas de Tricentenario, donde los vecinos vendían alimentos, tenían puestos de mantenimiento de las bicicletas, y sus niños y mascotas nos saludaban alegres, pero peligrosamente, pues algunos se atravesaban. Acto seguido, aparecía en nuestro frente el recién instalado metrocable saliendo desde Acevedo, rumbo a las cumbres del Picacho, iniciando apenas su puesta en escena, y extrañamente vacío. Hacía días que tenía ganas de montar en él, pero a causa del tiempo, que la modernidad se consume, no había podido ser posible. Pasamos Madera, Fabricato, los talleres del metro y Solla, para llegar al último tramo. Al fondo, por fin, podía ver la rotonda de Niquía, y el comercio que por la ciclovía siempre se armaba. 

Me bajé entumido y caminando con los pasos amplios, replicando el pedaleo que llevaba haciendo desde media hora antes. En uno de los tantos puestos de ventas, mi papá me compró un salpicón un poco simple, parecía haber sido revuelto solo con agua. Eso no impidió que, con tanta hambre, yo me lo comiera. Mientras tanto mi abuelo tomaba agua y se compraba un banano de reserva, dos puestos a la izquierda. 

No nos tomó nada terminar de comer, y volver a montarnos, esta vez en el sentido contrario. No creo importante contar detalladamente el recorrido, otra vez. De hecho, en la vuelta, me fijé más en las personas que, como nosotros, madrugaban a montar bicicleta. Había gente de todo tipo en todo tipo de bicicletas, de todas las formas, colores y tamaños, incluso las más excéntricas. No importaba la edad para estar allí, ni cualquier otra condición subjetiva, el beneficio de la actividad superaba por mucho los límites de cientos de seres humanos que allí se encontraban.

Por supuesto, subir, en este caso en sentido norte-sur, era mucho más complicado y requería aplicar más fuerza a los pedales. Mi papá me volvió a explicar el funcionamiento de los cambios y su aplicación a los distintos tipos de calles. Yo desde hacía mucho tiempo ya había entendido cómo manejarlos, pero para mi padre, por una razón desconocida, era importante recordármelo, constantemente. Para mí no era molesto, solo una característica propia de mi padre. No me di cuenta cuán rápido había pasado el tiempo y, mejor aún, había pedaleado sin estar consciente de hacerlo, por lo que pude liberar la tensión de mis piernas. 

Me reconfortó ver los edificios del centro de la ciudad, pues significaba que había logrado terminar la primera parte. Al frente de la canalización había otra zona en la que compramos unos bananos y nos detuvimos para evitar posibles calambres. En ese instante le pregunté a mi papá sobre el río pues aquella mañana tenía un nivel normal de agua, pero estaba muy amarillo, color lodo o cartón. Le consulté sobre la causa de su contaminación, cómo era cuando él era un niño, y qué tan profundo era en realidad. Me dijo que  hubo una época en la que era cristalino y podría ser navegable para pequeños botes, pues no era muy profundo y en la mayoría de sus puntos podía ser cruzado caminando por un adulto; además, me contó que estaba contaminado por las fábricas, especialmente las del sur. Seguimos hacia Itagüí, pasando por Industriales, Guayabal, El Poblado y por muchísimas fábricas, de todo tipo de implementos.

En determinado lugar, me llegó un olor a café por la industria que había allí. Aquel olor me recordaba a mi casa. Ya me hacía falta. Estaba cansadísimo y, sin mirar el reloj, solo con base en la posición del sol, supuse que ya eran las 8:30, casi las 9. No veía la hora de llegar a la siguiente parada por Itagüí, pues necesitaba descansar y tomar agua. El metro constantemente pasaba, y yo en medio de un juego, tratando de no pensar en el cansancio, me ponía el reto de alcanzarlo. Por supuesto, no lo lograba, y aunque pedaleaba y pedaleaba, el metro obviamente era más rápido, pero así, poco a poco avanzaba más rápido. 

En un punto la autopista se separaba del río y del metro, y eso significaba que no faltaba nada. En el último esfuerzo, logramos llegar a una pequeña bahía: era el otro extremo de la ciclovía. Era ahí donde la mayor cantidad de gente se concentraba a practicar aeróbicos con un instructor, posiblemente de la Alcaldía de Itagüí. Además, había personas que arreglaban sus bicicletas, se reían, charlaban, comían y sobre todo descansaban. Mi papá y mi abuelo tomaban un jugo raro, que un día probé y no me gustó para nada. Cuando lo veía me daba un poco de asco, y en vez de eso preferí comprar otro salpicón con algunas adiciones especiales. Allí duramos un buen tiempo, y luego tomamos rumbo de nuevo hacia el norte, ya para nuestras respectivas casas. La bajada siempre es más fácil, pues el imperceptible ángulo de caída impulsa a la bicicleta, y no necesitas hacer fuerza en los pedales.

El viento, que extrañamente siempre era más fuerte desde el norte, nos golpeaba el rostro, a veces demasiado, tanto que yo lagrimeaba. En la bajada hacia el túnel de Parques del Río todos tomamos velocidad, buscando compensar la subida más difícil de todo el trayecto. El Edificio Inteligente y La Macarena anunciaban el principio del final de la ruta. Volvimos a cruzar hacia la canalización al instante en que llegamos. En el patio, al lado de la estación Suramericana, paramos y nos despedimos. Ninguno de los tres sudaba, pues el viento gélido que se desplazaba sobre el Valle nos daba una sensación térmica que parecía de las tundras siberianas. Según recuerdo, alguna vez mi papá me había dicho que el valle era una maravilla natural, pues otorgaba el clima perfecto, cuando se necesitaba. 

Para mí el Valle de Aburrá tenía un significado mucho más profundo: una belleza especial que tal vez solo yo contemplaba, pero que me hacía sentir orgulloso de ser paisa. Mi papá y yo nos despedimos de mi abuelo. Ninguno de los tres era un hombre de palabras. Él se devolvió por donde había llegado dos horas antes, sacó su celular y miró el mapa: ¡habíamos hecho 45 kilómetros en poco más de dos horas! Ese era un buen balance, al menos para mí, que había salido pocas veces a hacer este tipo de actividades. No era la primera vez, pero era increíble lo que había logrado. 

Nos devolvimos por la canalización, el sol ya salía e irradiaba fuerte. La ruta era la misma. Llegamos a la unidad y subimos las ciclas por los 75 escalones, que en aquel momento parecían de nunca acabar. Llamamos a la puerta, ahora sí sudando, y nos recibió mi mamá entusiasmada, y muy asombrada por lo rápido que habíamoso llegado. Eran las 9:40, y ya podíamos decir: otro domingo en el que lo habíamos logrado y habíamos llegado sanos y salvos. 

No hay mejor manera de disfrutar de la ciudad, de conocer gente y de estar en familia que montando en bicicleta. La velocidad constante te da tiempo de disfrutarlo todo en detalle. Sin embargo, la mejor parte de salir, es volver, a donde sabes que algo o alguien te esperan fervorosamente. Eso es el hogar, el refugio de cada quien, donde siempre podemos regresar cuando las cosas se tornen difíciles, tristes o simplemente queramos descansar de la agobiante realidad, respirar tranquilos, desahogarnos, retomar fuerzas o a ser felices con lo que más amamos. 

Volver a la casa es saber que un trayecto ha terminado, y que otro te está esperando. Medellín es mi otra casa, y salir de ella, sin importar la calidad del momento afuera, siempre me hará querer volver porque yo, como otros dos millones de almas, hacemos parte de ese engranaje social, al que llamamos ciudad, al que llamamos hogar. 

Antes de descansar, llamamos a la casa de mi abuelo, para asegurarnos de que hubiera llegado con bien a su casa. Nos contestó mi abuela y confirmó su llegada, brevemente nos preguntó cómo había estado y respondimos, por supuesto, que bastante bien. Y es que el hecho de llamar, surgía instintivamente en mí, era la única manera de respirar tranquilos. Mi mamá, desde pequeño, me había inculcado que todo en este mundo era perecedero, incluso los seres humanos. A veces, una historia alegre se puede transformar en un segundo en un recuerdo melancólico. Era fundamental, preservar y aprovechar la existencia de todo lo que queremos, porque un día no contaremos con su presencia, y lo único que quedará es lo que está en cada uno: los buenos recuerdos, los momentos especiales, las historias compartidas, el tiempo vivido conjuntamente, y formarlos o aprovecharlos es deber cada uno, para todos, como familia, como amigos, incluso como desconocidos.

Tranquilo y cansado fui a mi habitación, cerré las cortinas, bajé la persiana, y en medio de una suave penumbra, alumbrada desde la puerta por la luz del resto de la casa, cerré los ojos y entré el imaginario y los pensamientos que se me venían a la cabeza, surgieron en mí los recuerdos: ‘hogar y ciudad, familia y sociedad, a todas pertenezco, cada una es un apoyo, que se debe aprovechar mientras esté’. Desconectándome de la realidad, perdiendo la conciencia diurna como si de hibernar se tratara, y a pesar de los ruidos de la casa, las voces de mis padres y los sonidos de la cocina, me quedé dormido profundamente, como un recién nacido en su cuna.