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Si una frontera es por definición un límite que separa, y un río es entonces una gran frontera, la de Colombia con Venezuela en Arauquita es un sinsentido. Las canoas salvan con facilidad la distancia y ambas orillas, la de aquí y la de allá, son un interminable puerto de despedidas y reencuentros.
La realidad en el casco urbano bordea entre la crisis plena, una situación salida de control, y la normalidad de vivir en crisis. Locales abiertos, restaurantes a rebosar, una que otra canción a todo timbal y muchas risas: de hombres en mototaxis, de niños montando en bicicleta, de mujeres trabajando en hoteles. Las calles del parque principal parecen ser el cuadro de un día cualquiera.
De cuando en cuando, y como si un objeto de color apareciera en una película de blanco y negro, algo raya la normalidad. Una caravana de carros pasa ondeando banderas. La blanca con la cruz roja, la azul con estrellas de la Unión Europea, la blanca de la Acnur. Un ejército de cascos y chalecos inunda el parque principal, tomando posición. Ambulancias, camiones con colchones emplasticados y ollas y ollas de comida. Hasta el clima parece dudar entre un día común, de 34 o 35 grados, y una inusual temporada de cielos nublados.
A medida que la ciudad se va fugando a sus bordes, ante el inmenso río Arauca, se confunde el crujir del motor de las canoas con el quejido humano. “Hasta 12 horas trabajando, haciendo esta labor humanitaria, y a veces hasta termina uno insultado” se lamenta un capitán de canoa de cualquier desencuentro. A dos mil pesos el pasaje, hace en cada jornada más de 40 viajes de esos que en fronteras más fronteras serían transnacionales. Alrededor de 5.000 personas han cruzado por allí y por otros puntos similares, en los últimos 11 días.
De donde vienen, allá en la orilla vecina, en la localidad de La Victoria, una bandera de Venezuela se distingue. Pequeños puntos de verde militar camuflado se ven inmóviles, mirando de allá a acá como de aquí se mira hacia allá. Personas, nocheros, comedores, uno que otro animal asustado como un cerdo que chilla ante su reflejo en el agua, navegan en esta frontera.
“Yo era vecina de ellos. A mi casa entraron antes que a la de ellos. Nos pidieron cédulas, documentos, esculcaron todo” dice Norlis Valencia. “A este celular que tengo aquí, le buscaron cosas media hora. Que yo con quién hablaba, que yo qué sabía. A ver qué me encontraban. No sé si los mismos fueron los que entraron a la casa de los vecinos. Cuando nos llegó la noticia de que estaban muertos, salimos corriendo”.
De ese puerto improvisado al coliseo municipal hay menos de 10 de cuadras. La gran mayoría que llega al primero termina en el segundo, el albergue más grande de Arauquita y en donde el tiempo, ahora sí, luce pasmado y en crisis.
Allí llegan los chalecos y las banderas de la exterior ciudad cotidiana. Allí la realidad se reduce a ese recuerdo en el que helicópteros y aviones del ejército venezolano abrieron fuego en el barrio, en el hogar que ya no es, en búsqueda de supuestas disidencias guerrilleras de las Farc.
“Pasaron puerta a puerta buscando no sé qué” cuenta doña Edith, una mujer de 61 años que mira sentada en las graderías del coliseo donde ahora duerme. La tesis que recorre en voz a voz en el municipio señala una supuesta alianza entre las fuerzas militares de Venezuela con la llamada “Nueva Marquetalia”, el grupo liderado por “Iván Márquez” y “Jesús Santrich” que se separó del acuerdo de paz.
Juntos, intentan retomar el control de la zona que se disputa con el frente 10 de las antiguas Farc, comandado por “Gentil Duarte”, que nunca participó de las negociaciones. Es la idea a la que las autoridades también dan más validez.
“Cuando supe de la familia que mataron, cogí lo que tenía y crucé el río. Era la madrugada del lunes. Imagínese... pasar el río Arauca a las 12 del noche”, recuerda doña Edith. En invierno, con 5 hijos de las manos, en una canoa en la que viajan 30 personas y con el zumbido de los aviones militares en el cielo.
Alrededor de 755 personas viven en este refugio. En una cancha de cemento juegan los niños, decenas de ellos corriendo descalzos entre un tapete azulado de carpas, esquivando cuerpos dormidos y a otros chalecos que deambulan con planillas pidiendo nombre, cédula, edad, nacionalidad... El 30 % dirá que es colombiano. Que llegó refugiado a su propio país. El resto, con cédula en mano, se nombrará venezolano. Es el más grande y el refugio que más preocupa.
En las puertas hay candados y un par de centinelas. La autoridad municipal ha insistido en que allí se controle la entrada y salida, que lo haga algún funcionario que imponga autoridad. No hay nadie. El cuerpo de bomberos, de apenas 11 hombres se divide en tres refugios coordinando, llevando cuentas, entregando ayudas. “Lo hacemos en la madrugada, cuando la mayoría duerme para no generar caos”, dice uno de ellos. “La ruta termina a las 2:00 a.m. Y de ahí se toma turno a las 6:00 a.m. porque las otras emergencias no paran”.
En el Puesto de Mando Unificado se ha insistido en la idea de usar todas las herramientas de la calamidad pública. Las autoridades locales, sin embargo, dudan ante lo que implica: que los recursos, muchos destinados a crisis más antiguas, se dirijan en su totalidad a la coyuntura. A pesar de que la mayoría de estrategias suponen la idea de que todo es temporal y que tras la emergencia la población retornará, en el caso de Edith, por ejemplo, no es así.
“Yo soy colombiana. Y allá siempre estamos bajo sospecha”, dice. “Ya no es como antes. Yo por lo menos no guardo mucha esperanza en volver”. Allá quedó su finca, todo el legado material de décadas de trabajo y unos animales que ya nadie alimenta. Los combates en La Victoria siguen, con detonaciones cuyo eco llega la orilla colombiana. La familia que murió asesinada en los combates, 4 personas, fue encontrada en El Ripial, una zona abajo de La Victoria.
Eso pese a que en los albergues hay vecinos y líderes sociales venezolanos y colombianos que ubican a los fallecidos como habitantes históricos del barrio 5 de Julio, de la zona urbana de La Victoria.
“No queremos que nos pase lo mismo. Queremos explicaciones de que pasó con estas personas, sin que intenten engañarnos”, dice una de ellas, líder comunal.
“No vamos a volver hasta que haya garantías de que nada de eso va a volver a pasar y sin que nos digan por qué pasó”. No cruzará, por ahora, la porosa frontera entre ambos países, un límite que aquí no existe para separar y si para recordar que, a ambos lados de la orilla, hay tragedias que no distinguen nacionalidad