Reconciliarse y perdonar no es fácil, esto lo sabe Mariela López. Ella logró hacerlo después de ver a los ojos a los exguerrilleros –a quienes odió y temió–, educando a sus hijos y entendiendo que el pasado es pasado y que “todos merecemos una segunda oportunidad”.
Hace tres años le contó a EL COLOMBIANO de sus miedos, de los reparos que tenía cuando la vereda Llanogrande Chimiadó (Dabeiba), en la que es maestra, fue elegida como zona veredal, lugar en el que dejarían las armas los guerrilleros de las Farc, sus verdugos.
“No sabemos qué va a pasar”, dijo entonces, “aquí hay mucha población víctima y nadie nos consultó siquiera si queríamos recibirlos”. La mayoría de los habitantes fueron desplazados varias veces y apenas estaban empezando a retornar.
En esa época este diario no contó su historia para no ponerla en peligro. Las Farc la desplazaron dos veces de la vereda, asesinaron a su esposo el 16 de junio del 2015, quedó criando a sus dos hijos sola, y, además, tuvo que presenciar el reclutamiento forzado de algunos de sus alumnos en el pasado. Su miedo estaba justificado.
Por eso empacó maletas para marcharse con sus hijos, pero cuando estaba a punto de huir se arrepintió y se dio una oportunidad de conocerlos.
Tres años después la historia que cuenta es distinta. Ya no hay temor. “Me sigo sintiendo víctima, pero estar con ellos me ha ayudado a sanar”, reconoce.
La reconciliación
Y es que a la profesora Mariela la vida le ha cambiado radicalmente. En la escuela Madre Laura enseñaba a leer y escribir a 22 niños, hoy son 65, muchos son hijos de desplazados que se animaron a volver; otros hijos de excombatientes que ahora en paz pueden vivir con sus padres, y otros hijos de funcionarios del Estado que trabajan en el Espacio Territorial de Capacitación y Normalización.
Tanto ha crecido la escuela que fue necesario abrir otro salón para los alumnos de posprimaria, que recibieran educación hasta noveno grado y contratar a una nueva profesora, Efigenia Úsuga, también víctima del conflicto. Ella fue la única “valiente” de pedir plaza en Llanogrande cuando ya se sabía que sería una zona de concentración de los guerrilleros.
Allí estaba el hombre que asesinó a su padre cuando ella apenas tenía 16 años.
Para todos ha sido difícil, también para Milena, una joven de 17 años, cuya identidad se reserva este diario. Es hija de dos excombatientes, cuando era una bebé su madre fue condenada a prisión y solo salió con el Acuerdo de Paz.
Cuando llegó el momento de irse a vivir a Llanogrande con su madre, sintió pavor, se preguntaba cómo se sentiría el rechazo y no sabía si iba a poder soportarlo.
Es amante de la lectura y algunos de los libros que había leído le retumbaban en la mente: “Hay una frase muy bonita de un gran autor que se llama Erich Hartmann que dice que ‘la guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan’”.
Así que empacó maletas hacia aquella vereda a vivir la vida de hija que le quitaron en la más tierna infancia.
“Después nos dimos cuenta que todos somos, como lo dice el capitán, una gran familia. Esto se volvió una cosa normal, vernos, saludarnos, trabajar juntos, estudiar juntos”, asegura la joven.
Cuando Milena se refiere al capitán habla de Andrés Cotes, oficial del Ejército encargado de la seguridad y convivencia en el Espacio Territorial.
Su discurso también ha cambiado, ahora habla de la familia Llanogrande, en la que están incluidos los que otrora fueron sus enemigos en el campo de batalla. “Hoy ya no somos rivales ni enemigos, somos una familia”.
Por eso es que para Francesc Claret, Jefe de la Oficina Regional Medellín de la Misión de la ONU, “lo que está pasando aquí es inspiración para todo el mundo. Estamos pasando a la historia”.
*Por invitación de la ONU.