Los barcos, a veces, albergan historias secretas. El Toluca, un carguero de la compañía Transportación Marítima Mexicana, fue uno de ellos. Anclado en el puerto de Veracruz, enroló en 1980 a un muchacho de 17 años y pelo negrísimo que buscaba poner un océano entre su pasado y su presente.
Pocos meses antes se había escapado de casa con una mujer mayor que él. La fuga terminó en desastre: el padre de la dama amenazó al padre del soñador; ella se sumió en una crisis profunda, y él perdió el hilo, fue expulsado del colegio y, bajo el sol del trópico, acabó embarcado en el Toluca, donde daban comida y transporte a cambio de fregar el suelo y engrasar las máquinas. A bordo del buque, recorrió el curso del Misisipi, descubrió Barcelona y alcanzó la Toscana y Sicilia. Corría 1980 y en Alejandro González Iñárritu se había abierto el hambre de mundo.
Dos años después volvería a embarcarse. Esta vez, arribó a Bilbao, y desde allí, con mil dólares que le había dado su padre, vivió un año a la deriva. Vendimió en La Torre de Esteban Hambrán (Toledo), durante semanas durmió al raso en el parque madrileño del Retiro y, al final, saltó a Marruecos. Sin saberlo, en su interior se había dibujado la geografía de su obra.
Han pasado casi 35 años, el Toluca hace ya mucho que fue desguazado y, a orillas del río Bow, en la gran planicie de la canadiense Calgary el sol parece recién salido del congelador. No es un lugar fácil para un rodaje. La temperatura rondaría los 30 grados bajo cero, si no fuera por el cálido chinook, el único viento capaz de frenar las aterradoras masas de aire ártico. Su aliento agita esta mañana de enero los álamos desnudos, bajo cuya sombra se juega un simulacro de muerte. Sobre la nieve hay sangre demasiado roja para ser sangre, un fantasma indio embadurnado de ceniza al que por las tardes le gusta escuchar la música un poco empalagosa de Herbie Hancock y, sobre todo, un tipo de ojos acuosos y pelo rubio que se parece a Leonardo DiCaprio, actúa (o eso intenta) como él, pero que no es Leonardo DiCaprio.
“A cada paso, esculpo al animal que hay dentro de la piedra”. Alejandro González Iñárritu es quien impone el orden a orillas del helado Bow. Tiene 51 años y sigue embarcado en su viaje interior. Broncíneo y de barbas velazqueñas, su poderosa voz mueve los hilos de la trama. Todo gira a su alrededor. Y no es fácil. Sus pasos conducen con extrema rapidez de un universo a otro. Hoy le ha tocado una masacre en un poblado indio, un diálogo entre dos tramperos de 1823 y una pesadilla con fantasmas y cabezas despellejadas. Tres escenas que forman parte de The Revenant, su próxima película.