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Este texto es un extracto del libro Ciudades sin miedo (2022), publicado por el centro de estudios Casa de las Estrategias, que desde hace más de una década ha estudiado fenómenos urbanos de violencia, deserción escolar, justicia, entre otros. Tiene su sede principal en la comuna 13. El libro busca propiciar una política pública de seguridad que reduzca los homicidios en la ciudad y disminuya el miedo de sus habitantes frente a la violencia homicida. Sostiene la tesis de que un gobierno que pase a la historia debe ser el que se vuelva un instrumento de movimientos sociales, sepa leer la sociedad imaginada que se expresa y adelanta en las prácticas artísticas y aplique las metodologías de la ciencia y la academia para facilitar los cambios culturales.
El libro presenta el caso de Medellín de forma crítica, como una apuesta a extrapolar a varios contextos de América Latina. El proceso de investigación presentado es un acumulado de más de diez años de etnografía, seguimiento a cifras oficiales y de fuentes académicas y visitas a los territorios de las comunas de la ciudad. Se analiza la base de datos de homicidios diarios del Sistema de Información para la Seguridad y Convivencia (Sisc) y las noticias sobre homicidios; se presentan los resultados de entrevistas a expandilleros, postpenados y desmovilizados, de una observación etnográfica de expendios de droga, de la reconstrucción de la historia de vida de víctimas de homicidio a partir de entrevistas a sus parejas, mamás, hermanos, amigos y amigas, de grupos focales con la Policía en todas las estaciones de Medellín y de una encuesta a estudiantes de colegios públicos y de grupos focales de tres tipos en todas las comunas y corregimientos de Medellín con adolescentes de periferia —solo con mujeres adolescentes, enfocados en colegios y con adolescentes vinculados a procesos culturales—.
Urbanismo adolescente y cartografía de las plazas de vicio de los barrios de Medellín
En los estudios sobre jóvenes, la esquina, el parque, la cuadra, suelen ser dibujados como lugares “desinstitucionalizados” por excelencia, en los que los jóvenes encuentran sus propias dinámicas de socialización por fuera de las instituciones de control y, desde ellos, desarrollan relaciones de identidad en diferentes formas de agrupación. No obstante, el caso de Medellín en las últimas décadas no ha sido tan utópico.
Quizás la calle sí ha sido un lugar por fuera de las instituciones de control tradicionales, como la familia y las instituciones educativas, pero su construcción simbólica y los discursos que la rodean han estado marcados por las sospechas de violencias provenientes de discursos institucionales: “El apoyo en las comunas no es de policía, la Policía antes le aumenta a uno la rabia cuando entra molestando, cuando uno no tiene nada que ver con el conflicto, los policías estigmatizan mucho. Uno termina pagando lo que no ha hecho, llegan a los barrios, entonces porque uno estaba en una esquina a las 10 de la noche, ya uno es el bandido y la terapia, y el bandido por allá emplanchado mirando. Es más apoyo en la comuna, pero más en acabar con la ignorancia”, dice una persona vinculada a la delincuencia.
“De por sí la juventud de Medellín es muy dada a no trabajar, a mantener en las esquinas”, es el comentario de un hombre postpenado, que coincide con las visiones de policías y de desmovilizados de las AUC entrevistados.
La esquina del barrio está cargada de un significado criminal y un mito de que es inevitable delinquir si se pasa tiempo en una esquina. Lo curioso es que los actores delincuenciales y estatales se pueden poner de acuerdo sobre esto, en tanto que para cada uno puede ser funcional esa percepción cargada de mito.
“Yo sé que el pelado de la esquina es un papacito y que es malo y se va a matar en cualquier momento”, dice una de las participantes de un grupo focal de la comuna 12. La adolescente que da el testimonio registra cierta fascinación por la esquina y una problematización, pues siente una atracción física por un pandillero, pero es consciente de los riesgos y de lo trágico de ir más allá de un distante juego. Pero la esquina es un lugar prioritario como eje de socialización, porque no surge de la violencia, ni de economías ilegales. La esquina es un vacío, no estᢠen una puerta o en el antejardíªn de un negocio o de una casa, puede no estar ante la mirada directa o necesaria de los vecinos y es ideal cuando se trata de una pared trasera sin ventanas y una ruina parcial o un pasto sin dueño, que se dota de sentidos y pequeños símbolos para el encuentro que parte del ocio, del buen humor, pero la dinámica violenta la puede arrebatar o se puede marcar o complementar con el tráfico de drogas.
“Parchábamos en una esquina y ahí sacaban equipo, televisores, al lado de la casa de un amigo. Pero ya hubo un tiempo en que no se podía estar en la esquina porque eso pasaban voleando bala”, dice una persona que estuvo vinculada al crimen o la delincuencia.
La esquina a veces se puede convertir en lugar de expendio de drogas, que en Medellín es nombrado como “plaza de vicio”. La plaza de vicio es fundamentalmente el lugar de expendio, un lugar a veces inexistente, porque técnicamente se trata de una persona en una esquina o una caleta, también llamada bomba, que está oculta en algún lugar del espacio público o dentro de una casa. También ocurre que el lugar donde se vende es el lugar donde se consume y entonces empieza a ser un lugar social.
Esta cartografía ofrece ejemplos interesantes donde algunos adolescentes compran un cigarrillo de mariguana en la plaza, con calma y saludando para mantener las relaciones, pero para fumarlo encuentran un lugar distante 50 o 100 metros, porque no quieren estrechar tanto el vínculo con los expendedores de droga. Los vendedores no aceptan que no se compre la droga donde ellos, ahí se aplica una lógica comercial mafiosa y sin libertad, pero igualmente mercantilista. El adolescente es capaz de notar múltiples espacialidades en menos de mil metros y saber: “Allí no me trabo porque esos están calientes, yo me trabo con estos otros que son de mi edad, pero no están en vueltas raras”, es la observación que resulta de los recorrido etnográficos por plazas de vicio y otras esquinas o lugares de socializació®n no autorizados en Medellín.
Se registraron símbolos asociados a plazas de vicio, como un árbol, una banca, una barbería y una culebra. Es la realidad, no la representación: el adolescente que vendía droga tenía una boa viva —no muy grande— entre los ojales del pantalón, a manera de correa. A veces llega un hombre de unos cuarenta años y el ambiente se vuelve más extraño; a veces hay lutos por la muerte de alguien, cambia la configuración por la presencia de la Fuerza Pública o por la competencia entre bandas rivales y este lugar empieza a codificarse por la violencia o a desaparecer, pero hay lugares que permanecen estáticos en el tiempo, en lo que puede ser la eternidad de una década o de seis meses.
Se identificó que la disposición de un adulto narcotraficante o mafioso sobre un espacio no alcanza a ser definitiva o simplemente es nula. El criminal adulto o avezado define dónde se guarda la droga, cómo llega y las cuentas producto de las ventas, pero a veces no decide sobre dónde se vende, casi nunca dónde se consume y nunca sobre cómo se socializa durante la venta y el consumo.
Sentarse en estos lugares de este tipo durante un largo rato, de varias horas, tratando de evitar ideas preconcebidas, incluso preocupaciones serias por la seguridad y las adicciones de los adolescentes, permite ver jóvenes que no consumen drogas y otros que le dan solo una fumada al cigarrillo de marihuana, y entonces empieza a aflorar lo obvio: hay una conversación, muchas conversaciones, los adolescentes necesitan conversar y representar lo que vivieron, lo que vieron en sus gestas de lo acontecido el día anterior o cuando pasó algo simple en ese lugar, como que alguien se ensució la camisa con una gaseosa o se tropezó.
Además, se ve en una plaza de vicio alguien escribiendo y luego mostrando lo que escribía, y era un poema. Ahí mismo se están tatuando, ponen música, improvisan un rap y dibujaban. En otra plaza están jugando con un PlayStation, y un tercero lee un libro. Por supuesto, en la barbería alguien se está motilando y luego el barbero se pulirá a sí mismo el corte. En otro lugar, más abierto, hay alguien trepándose a un árbol, otro haciendo treinta y una con un balón y dos personas jugando con un frisbi. En el lugar abierto hay una especie de casa del árbol, pero a ras del suelo, y los vecinos explican que es importante para las parejas de novios.
Detallamos el ingenio para lograr electricidad en callejones sin salida, a veces en rastrojos semirurales, para conectar, por ejemplo, bafles amarrados a árboles; tener un sofá en la intemperie con unos techos improvisados de latón, bolsillos y cajones entre los árboles o entre muros, las pantallas y hasta muebles hechos con estibas. No hay mucha simbología, ni se acostumbran las firmas en los muros, pero sí algunos detalles de equipos de fútbol. Es una arquitectura y una intervención urbanística hecha por adolescentes.
Hay una cultura del consumo de drogas que ha sido comúnmente visible en cuanto a la mariguana: se compra, se comparte, se intercambia, se rasca, se enrolla, se hace o se compran utensilios; hay humo, hay gestos de la cara, exclamaciones y risa. Como en un rito, se representa más de lo que hace en el cuerpo una droga como la mariguana y, aunque la excusa se vuelve central y riesgosa para no poder hacer nada sin la misma, el humor y la amistad tienen su propia lógica y, por supuesto, pulsión. El adolescente construye espacios que pueden ser impresionantes miradores, construye ritos donde fumar del mismo cigarrillo de mariguana puede ser una auténtica comunión entre pares