En el marco de la programación de la edición 16 de la Feria Popular Días del libro, (puede ver el mapa del evento a la derecha) el domingo 12 de junio Yarley Oliva Valoyes Valencia dictará el taller “Las trenzas no tienen color”. En dicho taller los asistentes podrán conocer de primera mano la magia —palabra muy usada por la peinadora para referirse a su trabajo— del trabajo artístico con el cabello de la gente y las historias colectiva e individual de una práctica cultural y cosmética que ha ganado espacio fuera de la comunidad afrocolombiana.
La historia de los peinados afrodescendientes y ancestrales es la misma de la del blues de Handy, de la rumba Manisero, de la voz de Ángel Canales: es la historia de la esclavitud de los negros traídos por Carlos V a América por recomendación de Bartolomé de las Casas para reemplazar a los indígenas en las minas antillanas de oro. Son historias de resistencia, de búsqueda de libertad. Las cabezas se convirtieron en mapas para indicar los caminos hacia los palenques distantes del cepo y el látigo. También es la historia de vida y trabajo de Yarley.
Nacida en Apartadó, Yarley descubrió muy pronto —a los cinco años— su habilidad manual para adornar las cabezas de la gente. Los primeros peinados los hizo a su abuela y a la montaña de muñecas —cinco costales llenos— heredada de sus doce tías. “Las muñecas de antes tenían la piel blanca y el pelo de negra. Muñecas panameñas, más grandes que una niña. Todo el día lo pasaba peinando muñecas”, dice.
Descubrió sola el intrincado diseño: lo aprendió viendo las cabezas de sus mayores. Se compenetró tanto con el arte que en sueños comenzó a imaginar los trazos. “Ya luego lo soñaba. Soñaba diseños. A los once años ya era profesional y ganaba plata”. Este oficio se convirtió en su manera de ganarse el pan y un lugar en el mundo.
En un primer momento cobraba cinco mil pesos por cada peinado. Ahora, con más de treinta años de experiencia, puede ganar por uno entre cien mil pesos y medio millón. La tarifa depende, por supuesto, de la complejidad de las peticiones del cliente y del tiempo que tarda su ejecución. Hay peinados que demoran un suspiro —cinco minutos— mientras otros ocupan cinco o seis horas.
Los peinados ancestrales ya no solo se ven en las cabezas de los afro. De ahí el nombre del taller que dictará Yarley. “Hoy en día los peinados no solo son para nuestra raza: Las trenzas no tienen color. Los peinados ya no son para una sola raza, son para todas”. Ese cruce de caminos enriquece y da vigencia a las prácticas culturales. “Yo puedo peinar cualquier tipo de pelo”.
Cada vez es más usual encontrarse gente de diferente estrato social, nivel educativo y lugar de procedencia luciendo en calles y sitios de trabajo los mapas de la libertad afro. “En el momento en que una persona blanca se peina con un diseño de estos entonces esa persona se va para su empresa, para su trabajo y al llegar allá se roba todas las miradas. Es una magia que tienen estos peinados ancestrales y afrodescendientes. Los peinados tienen una magia”, dice.
Así como sus antepasados emplearon los peinados para marcar las sendas del viaje, Yarley también ha conocido países —Perú y Ecuador— y ciudades gracias a la destreza de sus dedos. Los viajes le han servido para, primero, mostrar su trabajo, darse a conocer porque el voz a voz es su única estrategia publicitaria. “He peinado en Bogotá, en Cartagena, en Perú, en Ecuador. Con los peinados me costeo los viajes”. Ella reitera que todo ha sido fruto de su esfuerzo y eso relieva la dignidad de su trabajo.
También ha viajado con el objetivo de escudriñar en los estilos de peinadoras de otras regiones. En ese periplo ha ido a Quibdó, Istmina, Cali y Cartagena. En la capital de Bolívar aprendió, por ejemplo, la manera de enlazar al cliente —marcarlo en el argot de las peinadoras—: obsequiarles algo, una trenza, unas chaquiras, una rasta. Cualquier cosa sirve. De esa forma, quien recibe volverá a peinarse.
Desde hace 20 años, Yarley trabaja en el paseo La Playa, por la zona de los tatuadores. El oficio comienza incluso antes de tocar la cabeza del cliente. Hay que identificar el diseño que la cabeza permite y reclama. No todos los trazos y trenzas se ajustan a todas las cabelleras. Ahí entra en juego el ojo entrenado de la peinadora. Debe identificar la textura, los remolinos y la forma del craneo para descubir qué tipo de diseño puede resaltar la belleza del cliente. “Toda cabeza que uno toca da un diseño diferente. Cada persona da para un diseño diferente”, dice.
La experiencia le enseñó a compartir sus secretos. Yarley ofrece cursos a las niñas de los barrios —ella vive en Moravia— y a las mujeres que quieran aprender. No les cobra un peso. Con esta actitud ayuda a la preservación del oficio y a nutrirlo con distintos enfoques. De nuevo, las clases no se restringen a la comunidad afrocolombiana. Le enseña a quien quiera aprender.
Al final de cada peinado, le dice al cliente que pida un deseo. Cree firmemente que después de pasar por sus dedos, las gente puede recibir lo que pida. Lo cree porque su trabajo no es una simple forma de ganarse la vida —que ya es mucho— sino, además, un ritual que se conecta con la historia de un pueblo que llegó a América con cadenas en las manos y los pies y le ha retornado al continente los peinados afros, el rock and roll, la salsa y una forma festiva de ver la existencia. A fin de cuentas, un camino a la libertad.
Yarley estará a las 10:00 a.m. este domingo hablando del tema, en el siguiente mapa una guía para que se ubique en estos días del libro.