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Tiene su taller de El Retiro, Antioquia, en medio de un cañón de la montaña. Cuenta que es tal la fuerza del paisaje que ve desde allí, que debe aislarse para que este no lo distraiga. “Cierro el lugar y el paisaje entra en mí”.
En el rellano de una pendiente hay una caseta sin muros a donde llega el material crudo y se hace el trabajo pesado. Más arriba están los dos vagones que diseñó su hijo, Juan Manuel Peláez, en los que están sus talleres para retoques y finalizar su producción.
Estos están abiertos a mitad de cuerpo, por donde entra el artista y arquitecto Luis Fernando Peláez (Jericó, 1945). Camina lento y habla más lento aún; mide sus pasos, piensa y medita en medio de uno de los vagones. ¿Se parece este sitio a una capilla? “Pues sí. Es que el arte tiene su capilla incorporada”, cuenta.
Al fondo del corredor se exhibe parte de su obra reciente, algunas maletas y puertas (imagen 3), y unos cuadros que retratan escenas detenidas en el tiempo. Metal, resina, tela, objetos y fotografía son la materia prima de esos objetos.
También su taller es el escenario para pensar y escribir sus ideas. “Tiene la simplicidad y austeridad que lo convierte en un recinto que puede escuchar qué reclamos pide el objeto”.
De hecho, considera de mucho valor dibujar y bocetar. “Prefigura la imagen; es un acto de llegar a lo más sencillo de la forma: la línea”.
Cada época le exige diferentes modos de abordar sus trabajos. De hecho lo explica desde su signo, Cáncer, y dice que el cangrejo le obliga a moverse en todas las direcciones,
A sus 73 años, el maestro no concibe su estudio como un mero espacio de producción; se convierte en un escenario para su mundo poético: “Aquí soy un pasajero más. Cuando llegan los objetos con sus ideas claras y maduras, se llevan a otro espacio donde se les da el punto final. Pero terminar una obra es tan delicado como iniciarla”.
Comienza a fabricarla desde su taller abierto –el de la pendiente– al que llegan los primeros chequeos de materiales y formatos. Está más alejado de los otros dos, que son más silenciosos.
El color de las piezas, de hecho, lo elige desde la intuición y los sentidos. No son acciones premeditadas sino que la elección “surge” a medida que las ideas toman forma. Los llama “colores del tiempo”.
Igual, la intuición es esencial para tomar decisiones. Una de sus instalaciones que está dentro del vagón (imagen 4) resalta entre las demás. Es un paisaje que revienta con luz propia, un barco naufragado. Está hecho de restos de una imprenta que cubre con resina. En medio tiene una postal con una fotografía de un barco, que le llamó la atención por su destello particular. Cuando surgió la pieza, buscó ese brillo interior: “Es intuición, me la juego y me tiene que dar el resultado que estoy sospechando”.
Toma su bastón y pide apoyo para ir a su casa, aledaña al taller. Mientras camina, mira el cañón y lo que le rodea. Habla de su más reciente muestra, Noche del tiempo, en la que la memoria y el paisaje son esenciales y emplea varias técnicas.
Desde mediados de los 70 Peláez ha trabajado en múltiples formatos (dibujo, acuarela, serigrafía, pintura y fotografía). Ha producido collages, ensamblajes con materiales diversos (telas, resinas, acrílicos, madera, hierro, vidrio) y ha usado objetos como sombrillas y alambres.
“Es tanto lo que ha ocurrido que no sabemos muy bien dónde ubicar el olvido”, se queda callado y devuelve la mirada al cañón. Siente que ya debe cerrar la puerta de su vagón y alejarse de la bruma, como si de un abismo se tratara