La muerte también puede ser fiesta, o por lo menos su visión no siempre genera dolor y lágrimas. México, con su tradicional celebración del Día de los Muertos todos los primeros de noviembre, es un ejemplo de ello.
Esto es un ejemplo de la sobrevivencia de la sociedad y la raíz indígena en la formación de la cultura del país.
“Es primero el agradecimiento a esos seres que ya no están por habernos regalado parte de su vida, por compartirla. Es también la alegría que celebra la vitalidad incluso en la muerte” plantea el antropólogo forense Gregorio Henríquez.
Pero este tipo de celebraciones en las que por un día se abren las puertas de casas a los espíritus de quienes ya murieron y se les festeja con regalos y comida (como el pan de muertito o las roscas) no es exclusivo de la cultura mexicana.
También algunas poblaciones indígenas colombianas, como los guambianos, tienen celebraciones especiales en las que los familiares de los fallecidos se acercan al cementerio y preparan una cena para recordarlo y celebrarlo.
Y también algunas fiestas y carnavales tienen un componente en el que también la muerte se convierte en un motivo de jolgorio, de baile y de música, quizá como una forma de exorcizarla.
“El Carnaval de Barranquilla con su danza del Garabato, que muestra la gran danza de la muerte, que a cualquiera de nosotros nos invita a bailar, o sea nos saca de esta vida en cualquier momento, y a esa no le podemos decir que no”, dice Henríquez.