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  • Conversación de Alma Guillermo Prieto con Juan Cruz. El viernes la charla fue del economista Thomas Piketty. FOTO cortesía hay festival, joaquín sarmiento.
    Conversación de Alma Guillermo Prieto con Juan Cruz. El viernes la charla fue del economista Thomas Piketty. FOTO cortesía hay festival, joaquín sarmiento.
01 de febrero de 2016
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Alma Guillermoprieto llevaba un vestido negro que tenía parches rojos, blancos y, desde la distancia, verdes. Estaba en la silla izquierda, y casi siempre con los brazos cruzados, contestó las preguntas del periodista español Juan Cruz, que iba de rojo y rayas negras, y que no puso nunca la espalda en el espaldar de la silla. Él que tiene la voz chillona, parecía un niño, emocionado por las respuestas de ella. Desde ahí se rieron y conversaron, como si en el Teatro Adolfo Mejía, en esa tarde de sábado, no hubiera habido nadie más, cuando casi todas las sillas rojas estaban ocupadas.

La charla era una de las conversaciones del Hay Festival de Cartagena. De las imperdibles, más cuando ya se había cancelado una importante: la del Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, invitado estrella de esta edición, que canceló por problemas de salud.

Juan le preguntó a Alma por el pasado, esas épocas en que ella era periodista de revoluciones. Ella, después de tantos años, dijo que ha perdido ya la fe en las revoluciones, que no se dirigen a nuestras necesidades. El problema, contó, es que los dirigentes se creyeron mejores, casi dioses. La gran lección es que la hacen poquitos, que creen que son todos.

Entonces, habló del proceso de paz del Gobierno y las Farc, y las risas llegaron cuando recordó la frase de Pambelé, la de es mejor ser rico que pobre. Es mejor la paz que la guerra, la aplaudieron. “Que se haga la paz es una ilusión que nos convoca a todos”. Lo difícil no es la firma en La Habana, sino eso que sigue después: la participación ciudadana. Desde contratar excombatientes, hasta cómo la cultura ayuda a revisar la historia.

Hablaron, también, de periodismo. Con su voz suave explicó que no ha entendido el romanticismo por el olor de la tinta y el papel, y que los periodistas no han comprendido que se vino una revolución. “En un mundo cambiante, la gente se vuelve conservadora y se asusta”.

Los periodistas, añadió, viven resentidos con esos cualquiera que pueden ser periodistas, y el problema es que ellos se creen tan buenos como los periodistas, y los periodistas creen que ellos son cualquiera. No es pesimista. A ella, por ejemplo, le dio felicidad que alguien tomara la foto antes de la captura del “Chapo” Guzmán.

“Una cosa que tenemos los periodistas profesionales todavía, aunque cada vez menos, es el dinero. No despreciemos el dinero, que nos respalda y nos da el tiempo. Los individuales no cuentan con eso ni con los colegas”.

Juan tradujo su respuesta en que alguien puede ver a una persona pálida, pero no diagnosticar la enfermedad. El diagnóstico es del médico. El periodista, para el caso, es ese médico.

Alma también habló del ego, y dejó frases para la memoria: “hay momentos en que nos creemos genios, y le damos más importancia a qué pensamos, que a qué vemos”. Ver es más importante. Hay que tener cuidado, precisó, con estar diciendo que todo tiempo pasado fue mejor.

Inconformidades

El viernes en la mañana la charla, también en el Adolfo Mejía, fue en inglés. Hanif Kureishi en conversación con Jonathan Levi. Empezaron devolviéndose en el tiempo, a esa época en que Kureishi puso a besar a dos hombres en la cinta My beautiful laundrette (Mi hermosa lavandería, 1985), que dirigió Stephen Frears, también invitado este año al Hay Festival. Una incomodidad que a Kureishi también lo sorprendió: cuando estaban en la lavandería pública, él sintió que debían besarse, y se besaron. “Esa toma iba a transmitir mucho”. La tarea era sacudirse un poco así mismo, sacudir al público y obtener dinero. Fue nominada al Óscar, a mejor guión, y recibió el premio a la National Society of Film Critics. Era una película que costó muy poco.

Jonathan Levi lo dijo muy al principio: Kureishi es el campeón de lo incómodo. Hanif tiene mucha imaginación.

Conversaron de ser un escritor étnico, de vivir en Londres, de ver cómo se volvió una ciudad multicultural, que tiene que ver mucho con él: es inglés, de origen pakistaní, de donde era su papá.

La realidad está en sus libros. Su familia, sus amigos. “Representar erróneamente a las sociedades, para eso nace el escritor (...). Si tu madre no queda horrorizada, no vale la pena”. Lo importante para un escritor, siguió, es librarse de esas preocupaciones y tener una caparazón de hielo en su corazón. Si se quejan, mejor, porque hay más material. De todas maneras se empieza en la realidad, pero luego viene la imaginación. “Uno no es que viva algo y lo escriba. Hay que inventar cosas que sean artificiales. Estamos para entretener”.

Ser escritor igual lo sorprendió. Era difícil, para un muchacho de origen asiático, con un estudio deficiente. “Era una idea descabellada” y, no obstante, se hizo escritor. No había nadie que escribiera del racismo, de la inmigración, y él quería libros que fueran de la gente como él. Y empezó a escribir, sobre todo, de esos relatos que no eran parte de ningún lado.

Hanif, como Alma Guillermoprieto, también estaba en la izquierda. Jonathan, como Juan Cruz, también estaba a la derecha, también era el que preguntaba. Parecía una conversación de amigos de hace tiempo. En el Hay, dos conversan, y los otros se ríen, escuchan, se divierten y, sobre todo, aprenden.

De esas conversaciones salen libros para leer (El buda de los suburbios, primera novela de Hanif, y La última palabra, la más reciente), películas para ver, historias para contar y frases para tener por ahí, como la de Alma: “escribir sobre eso que nos interesa y hacerlo con toda la intensidad posible”

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