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El director y compositor austriaco nació hace 160 años.
Un repaso por las sinfonías que creó, la décima no la concluyó.
A veces, Gustav Mahler entraba a una reunión como un cohete. Fuerte, contundente, brillante, veloz. Era charlatán, hacía reír, se le ocurrían toda clase de comentarios para nutrir la conversaciones y nadie podía apartar la mirada. Eran los instantes de mayor energía. Pero a veces, muy de repente, algo extraño sucedía: ese cohete parecía agotarse. El director se apagaba. Se desvanecía. Lo narró una de sus amigas más cercanas, Natalie Bauer-Lechner, en una carta que se publicó en 1923. Cuando el otro Mahler aparecía en la reunión se volvía errático, distraído, absorto en alguna idea distante. Era como si lo hubiesen cambiado, como si existieran dos.
Y en esa doble vida habitaban él, quien era principalmente director de orquesta, pero a la vez su otro yo: el compositor. Nació un 7 de julio hace 160 años y fue director de la Ópera Estatal de Viena. El compositor emergía solo en los veranos y era quien permitía que en su música hubiera campanas alegres y luego oscuridades profundas.
En la tierra cohabitaban esas dos caras y lo saben quienes lo han escuchado y analizado de cerca. El compositor y director norteamericano Leonard Bernstein, admirador de su trabajo, lo describía como un niño. “Cuando está triste, es absoluta tristeza y nada lo puede consolar, como un niño que llora. Cuando está feliz, es feliz como lo es un niño: completamente”, explicó en una transmisión televisiva en 1960 desde el Carnegie Hall.
Decía que esa era precisamente la pieza clave para entender su trabajo, que sus sentimientos eran extremos y exagerados, como los de los jóvenes. “Ese era su principal secreto. Él estaba luchando toda su vida por recapturar esas emociones puras, sin mezcla y desbordantes que están en la infancia”.
A Mahler, a diferencia de otros compositores, es difícil separarlo de su obra, cuenta el abogado y profesor Nicolás Ceballos, conocedor de la música sinfónica. Sus sinfonías y canciones “son un testimonio muy fiel de lo que él sentía y describen esos cambios de temperamento”.
Nació en el reino de Bohemia, un territorio que se conoce actualmente como República Checa. “Era un hombre con una sensibilidad muy conmovedora”, destaca el profesor Sebastián Mejía, quien enseña Historia de la Música en Eafit. Cuenta que el compositor vivió en carne propia la llegada “de un nuevo siglo moderno, industrializado y políticamente convulso habiéndose criado en Viena que era una especie de Jaula de Oro para los creadores de su tiempo”. Su camino se topó con el de Freud, Nietzsche y Schopenhauer.
Estar inmerso allí y tener sensibilidad filosófica lo hicieron un hombre consciente de los cambios de su tiempo. “Ese rasgo se intuye hermosamente en su música”, apunta Mejía, quien opina que su obra era la proyección, “donde sus preocupaciones estéticas sí tenían cabida”.
Abarcar el mundo
La mayoría del tiempo Mahler no se la pasaba componiendo sino, principalmente, dirigiendo ópera, expresa el director José Alejandro Roca. Incluso obtuvo tanto reconocimiento en ese campo que fue invitado a dirigir la Metropolitan Opera en Nueva York en una época en la que los viajes trasatlánticos no eran algo muy común para quienes dirigían orquestas.
Su labor de creación era algo para lo que no tenía tanto tiempo, pero aún así logró crear diez sinfonías, así la última hubiera quedado inconclusa. Mahler solía decir que las sinfonías debían abarcar el mundo, ser un todo, y la idea que tenía de ese género, explica el profesor Mejía, estaba atravesada por lo que significaba para la tradición alemana desde el siglo XVIII, “un tiempo en que fue vista como la máxima expresión de una abstracción filosófica”, y añade que se creía que la música era un tipo de expresión más allá de lo humano y que tenía la capacidad de agitar y mover de manera profunda las emociones. Lo hacía sin necesidad de la palabra.
Ceballos considera que para el director y compositor se volvía la manera como se descubrían las grandes preguntas del amor y la muerte, “las llevaba a los últimos límites al final del siglo XIX”. No era algo explícito, no le asignaba necesariamente una gran pregunta a una sinfonía, era algo que cada oyente debía ir intentando explorar. Roca señala que “se preocupaba por las situaciones profundas y densas de la existencia” y la música servía para tratar de resolverlas.
Como compositor quería que sus sinfonías desentrañaran una vivencia o que se asemejaran a un viaje, apunta Ceballos, y destaca que en la Sinfonía n. 3, el autor hace un viaje muy al estilo de la Divina comedia. El profesor explica que se trata de la descripción de “un viaje humano por todas las escalas de la existencia”. Pasa por el verano y el invierno y luego realiza un ascenso por la naturaleza: se pasea por lo que dicen las flores, los animales, los hombres y el amor.
¿Fracaso?
Se dice que es posible que se desconozca una gran parte de su trabajo, ese que vino antes de sus sinfonías. “Sus primeras obras, por ejemplo su primera sinfonía, dan cuenta de una enorme habilidad que sugiere que ya había compuesto mucho antes de salir a la luz pública como compositor”, mas no se conocen composiciones suyas muy tempranas, dice Mejía.
Cuenta que se habla de un conjunto hipotético de sus composiciones llamado “el archivo de Dresde”, conformado por algunas de las que se cree fueron composiciones tempranas, pero que se perdieron luego del bombardeo de Dresde en la segunda Guerra Mundial. “De manera que la guerra evitó, quizás, conocer más detalles sobre esa primera vida compositora de Mahler”.
Posteriormente, muchas las estrenó él mismo como director, pero no siempre gozaron de la popularidad que tienen hoy ni de la acogida que él hubiera querido en ese momento. Eso tuvo que ver, por un lado, con una facción de la música alemana, austriaca en particular, que estaba “alejada de especulaciones filosóficas con la música”, dice Mejía, e influenció en que hubiera juicios negativos sobre las propuestas de Mahler por parte de la crítica.
Tiempo después, el régimen Nazi prohibió explícitamente la ejecución de su música porque el compositor había sido un judío converso al cristianismo. Sin embargo, en los primeros momentos esa división de opiniones estuvo basada en las decisiones osadas que asumió en sus composiciones. Se arriesgó a experimentar y a cambiar un montón de elementos que usualmente estaban ligados a las sinfonías, “Las obras tienen muchos niveles psicológicos, muchas capas y contradicciones”, enfatiza Roca. “El conflicto, la contradicción y la perturbación siempre están en la música”.
Contrastes
Sobre esos riesgos en su música hay muchos ejemplos. Ceballos recuerda por ejemplo que en la Sinfonía n. 1 en re mayor de este compositor, también conocida como Titán, hay una mezcla curiosa. El tercer movimiento es una marcha fúnebre, pero su base es una canción infantil, Fray Santiago. Cree que se nota mucho también en el primer movimiento de su Sinfonía n. 4, en el que hay sonidos juguetones y alegres que luego contrastan con bajones fuertes.
“No es un músico aquejado como Beethoven –opina Mejía– cuya música está llena de cambios intempestivos e “injustificados”, la de Mahler, en cambio, era absolutamente trascendental y mítica en el sentido que buscaba siempre expresar algo más allá de los meros sonidos”.
Fue un hombre que evidenció sus extremos en la orquestación de sus sinfonías. “Existen pocas obras en las que se necesite más gente que la octava sinfonía”, comenta el maestro Roca. Se realiza poco porque se necesitan alrededor de 300 personas para ejecutarla. Por eso se le llama también la Sinfonía de los mil.
Añade que el director de Bohemia hizo cambios en la instrumentación, “para él no existe una plantilla de instrumentos estables sino que va cambiando según las obras”. En la Sinfonía n. 6 se vuelca hacia otras maneras de generar sonidos e incluye un yunque y un martillo. Añade solistas cantados en casi la mitad de sus sinfonías. “Es una especie de frontera que se empieza a difuminar porque hay texto cantado y solistas”.
Otro factor es la forma, incorpora y transforma muchos elementos de la música popular y “empieza a crear reminiscencias perturbadas de eso, de la música folclórica, callejera o fúnebre”.
En sus mundos paralelos logró constituir un único universo en el que sus composiciones contribuyen a entender a los suyos, a comprenderse a sí mismo.