Con un remo de bote, María Segura revuelve constantemente la fariña en la lata del fogón, para que no se le queme.
Y no resulta extraño que use un remo como utensilio, ya relevado de su labor original, puesto que los jiw o guayaberos, pueblo del que hace parte, después de abandonar su condición nómada, presionados por colonos que llegaron de distintas partes del país a ocupar su territorio, se han vuelto diestros en el manejo de canoas en las que recorren el río Guaviare, cuya ribera habitan.
El pueblo Jiw es un conjunto de casas rectangulares, con techos de palma de moriche que llegan casi hasta un metro del suelo y carecen de paredes las más de ellas. Están diseminadas en la llanura, a unos diez kilómetros del área urbana de San José del Guaviare.
Desde allí se ve parte de las estribaciones de la Sierra de la Macarena. Algunas palmas se perfilan contra un cielo plomizo, no solo por lo grisáceo, sino por lo denso y pesado. No hay duda: antes del mediodía comenzará a llover. No sopla el viento. En la vasta planicie solo se oye el canto de un pollo de monte. Uno solo.
María Segura ha pasado en eso desde que se levantó, a las seis. Ya es media mañana. Mientras cuida a algunos niños, propios y ajenos que andan por ahí, medio desnudos los más pequeños, mirándolo todo, sacó del agua la yuca brava, llamada mandioca, donde estuvo sumergida desde ayer para que se fuera fermentando y perdiendo su toxicidad. La peló y la rayó. La cernió. La envasó en matafríos de guaruma trenzada, unos cilindros hechos por ella con la inconstante ayuda de su hijo, Raibel Julián, los cuales permiten exprimir la yuca para ponerla lo más seca posible en la lata del fogón de leña que encendió hace rato.
Después de tostarla, la carga en el abanico hasta un tiesto del cual, cuando se forma una pila de casi un metro de altura, la empaca en bolsas para que su esposo, Etelberto Piraquive, apodado el Mono, la lleve al mercado.
Todos esos utensilios: los matafríos, los cernidores, los sopladores, los hace María Segura en otros momentos.
Para ella, como para la mayor parte de los jiw y demás indígenas de las distintas familias del Guaviare, las artesanías constituyen apenas una de las labores de la vida. Los hombres alternan esta actividad con la pesca, la caza y la agricultura. Las mujeres, con la preparación de los alimentos y el cuidado de los niños, aunque también atienden cultivos cercanos a la casa.
“Los indígenas, no solamente los Núkak, los tukano y los Jiw, sino todos, no se dedican a la producción intensiva de artesanías —explica Blanca Ligia Suárez Ochoa, gerente del Fondo Mixto de Cultura del Guaviare—. Esa, la de la producción en serie, es una mentalidad occidental, que tenemos usted y yo. Ellos hacen un collar y vienen con él a la tienda a venderlo. Un cesto, y lo traen”
Ellos no tienen la prisa por llegar a ninguna parte que sí tiene casi todo el planeta. Cuentan con tiempo de bañarse en el río, de caminar y de conversar... Van a pescar, a cazar con sus cerbatanas...
La funcionaria recuerda que alguna vez, antes de comprender la dinámica de los indígenas, estableció un convenio con un artesano para que le llevara unos diez cestos por semana, pero eso jamás resultó.
Esa misma mañana, mientras María Segura rema en su amarillo río de fariña; el Mono se demora en la chagra sembrada de mandioca, chontaduro, plátano y uva caimarona, y la naturaleza se prepara para llover, Ezequiel Beltrán permanece en su casa tejiendo canastos de fibra warumá.
Dos niños duermen en cunas, dos perros se rascan por turno y un televisor se aburre apagado en medio de la habitación. “Doy una caminata por la selva cercana y corto varas de warumá. También encuentro palma wichire, para hacer los canastos y los caedizos de los techos”, cuenta Ezequiel.
Junto a él, Aldemar carga el arco al hombro y surte de flechas su carcaj para ir a pescar; dos mujeres ponen a asar pescados en los propios leños que alimentan un fuego, y Gilberto Rodríguez, el consejero, dice «no» a cualquier asunto.
Núkak Makú
Yáwana, más conocido como Darío, llega a pasitrote a la oficina del Fondo Mixto de Cultura de la Gobernación del Guaviare, como si le fueran a cerrar las puertas del anochecer.
Vestido con una camiseta de una selección futbolera mundialista, pantaloneta y tenis, el risueño hombre se afana por encontrar abierta la oficina del Fondo Mixto de Cultura, de la cual le interesa la tienda artesanal, para vender dos collares que su mujer ha terminado. Los lleva en su mano derecha.
Uno está hecho con dos colmillos de un cabuche, un animal de monte que ellos suelen cazar para comer.
Dice, sin perder esa sonrisa en la que combina amabilidad y timidez, que ese collar brinda suerte, a la que menciona con el vocablo propio de su lengua: menyita.
El otro es un collar tejido en fibras de palma, con una trenza “distinta a la de cualquier otra tribu, no solo de la región sino del país”, asegura Ómar Zapata, un agrónomo que está vinculado a la Organización Nacional Indígena de Colombia, Onic, quien suele visitarlos.
Entre los Núkak Makú, tradicionalmente, las mujeres son quienes se dedican a la artesanía. Más que nada, a la elaboración de collares, hamacas, cestos y manillas para la venta en las tiendas artesanales, de la cual derivan parte de su sustento.
La subsistencia en la ciudad tiene gastos. Ellos lo entendieron, no con suavidad, desde el día de en que llegaron a los trece asentamientos del Guaviare, hace más de siete años (“Queremos unirnos a la familia blanca, pero no queremos olvidar las palabras de los núkak”, dijo Pia-Pe, un integrante de este pueblo, en esos momentos de aquietarse).
Aunque hay otras artesanías que elaboran para ellos mismos, como los utensilios de cocina.
Sin embargo, cuentan los Núkak jóvenes —los mayores poco o nada hablan español— antes de asentarse en San José, cuando llevaban una vida nómada, con los dientes de la piraña elaboraban juegos de cuchillas, ahora sustituidas en gran medida por las metálicas. Practicaban la alfarería, aunque en pequeña escala, especialmente para fabricar pequeñas ollas que llevaban en sus recorridos y otras grandes que dejaba en sitios claves de la selva. Hoy prefieren conseguir ollas metálicas.
En el asentamiento de Aguabonita, mientras cae el aguacero de San José, como le dicen al que sabe ocurrir cada diecinueve de marzo, en las casas se ven grupos de mujeres sentadas en hamacas, tejiendo, rodeadas de niños que bien pueden llegar a colgarse de un brazo sin que ellas se inmuten. Algunos hombres juegan fútbol en un espacio entre las viviendas, riendo cada que la pelota se detiene en un charco.
Tukano Oriental
Es raro encontrar a un indígena dedicado exclusivamente a las artesanías; pero los hay. Graciliano Lima Díaz es uno de esos pájaros raros.
Tukano Oriental, perteneciente al pueblo Panuré, se pasa casi todo su tiempo en el centro de una pequeña maloca, frente a su casa. No es la maloca comunal, mucho más grande, sino una más reducida, de unos ochenta metros cuadrados.
Allí, entre trenzas de palma, hebras de cumare y retazos de taja-taja, va conversando con su esposa, Filomena Díaz, de la etnia Piratapuyo “porque un tukano no puede casar con mujer de la misma etnia”, y con sus hijas, Mónica y Diana.
Vino de Brasil, con muchos otros tukanos, en la década de los sesenta.
“Nosotros venimos de Vaupés y Brasil, pero los más antiguos venían de más lejos. Ellos contaban que en la desembocadura del Amazonas había un lago de leche. Todos éramos peces. En ese río, la madre del agua, el guió o anaconda, nos llevó río arriba. Algunos ensayaban ciertos lugares, llegaron por fin a Panuré. De allí salieron los distintos grupos: los Desana, los Tukano, los Piratapuyo... Todos ”.
En ese territorio originario, a donde ha vuelto una o dos veces, aprendió de los viejos a tocar el carrizo, un instrumento de viento conformado por siete cañas de distinto tamaño.
Los niños no participaban de las fiestas, es cierto, pero estaban atentos a lo que se movía en aquellas selvas. Como de la piedra gigantesca de cuyo centro brotaba agua.
De unos curas italianos, aprendió a coser pantalones, “pero no como era. Yo perfeccioné la técnica en tres años que permanecí en Manaos, antes de trasladarme para el Guaviare”.
Cuenta que llegaban unos bultos de ropa, enviados por el Gobierno de Estados Unidos, para que los repartieran entre la población pobre, entre esta los indígenas, pero los religiosos se las vendían.
Graciliano Lima Díaz se embarcó en lanchas, primero a Mitú, donde permaneció ocho días... Luego llegó a Villavicencio. Quiso dedicarse a la sastrería, pero unos curas dijeron que no, que él debía dedicares más bien “a la vacaría”, es decir, al cuidado de ganado.
“Después pasé a San José del Guaviare. Conseguí mujeres y me tocó quedarme acá. Uno se vuelve mayor a los veinticinco”.
Al principio, narra, se sentaba en el centro de esta maloca, como se ve ahora tejiendo fibras vegetales, pero a coser pantalones, para otro sastre. El patrón murió y él fue dedicándose a las artesanías, aprendidas de su hermano, en los pocos días que permaneció en Villavicencio.
Desde entonces, se levanta con el Sol y sale a dar una vuelta por la selva cercana a buscar las fibras y las cañas que requiere para las labores.
Cuando regresa, toma un desayuno de pescado, cazabe, ají en el caldo, chivé —“que es fariña con agua y limón”— y se sienta a tejer canastos, bolsos, manillas, sopladores o abanicos y collares.
También fabrica el robamujeres: un cilindro de fibras de guaruma trenzadas, en el que cabe un dedo. Le agarraban el meñique de cualquiera de las dos manos a la mujer que le gustaba y tiraban de un extremo para que esa especie de anillo se cerrara y se la llevaban halada.
Ahora las hace para venderlos como adorno.
Otra de las labores artesanales que practica Graciliano es la de techar casas y malocas con palma.
Carrizo
Y como Graciliano es el rey del carrizo, fabrica estas flautas de la familia de la zampoña y el capador.
Carrizo, explica, se llama también la planta de donde sacan este instrumento, lo mismo que las canciones que salen de él, los bailes que se forman alrededor de esas melodías, y la fiesta que hacen para tocar y bailar y tomar chichita. Graciliano ensaya con su instrumento dos horas diarias.
En Panuré, su territorio original, bailaban nombrando a Dios, Koak u
. El jefe lo nombraba y la gente veía que iba levitando. Hace unos treinta y cinco años, encontraron un palo brasil donde ellos bailaban. Este árbol, llamado también palo sangre, de una madera color granate, no requiere pintura. Es materia prima para los collares. No se raja como la madera normal, sino que se quiebra como una cerámica.
Cuando yo baje, la llevo, traduce una de las canciones de carrizo que interpreta Graciliano, con su grupo, en el cual él toca el carrizo mayor, al cual van respondiendo los otros. D u
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tê, es el mensaje en la lengua del músico, lo cantan repetidamente, pero no con palabras articuladas, indica Graciliano, sino que el instrumento es el que habla. Y quienes están ahí, oyéndolos, les entienden perfectamente, asegura Mónica, quien habla con entusiasmo de esas fiestas, mientras su padre suspende el tejido para tomar un carrizo, llevarlo a sus labios e interpretar esa canción. D u
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tê, dice el instrumento.
“Vienen amigos de muchas etnias. Nos reunimos los sábados en esta maloca y comenzamos tomando chichita. Cuando ya estamos contentos, les decimos a los músicos que saquen los carrizos y comiencen a tocar, para dar inicio al baile”.
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tê. Y así van de fiesta, bailando y tomando. Cuando alguno tiene hambre, come pescado y plátano y sigue la fiesta hasta el domingo por la noche, cuando pasa la última chiva. El conductor tiene que esperar hasta que se monte el último de esos tukanos borrachos.