Carros disfrazados con banderas, de cuyo interior salían las cabezas ilusionadas de hinchas verdes, pitos y aplausos se empezaron a sentir desde la noche anterior a la final.
Seis, cinco, cuatro horas faltaban para el juego y la gente ya abandonaba sus trabajos: los más afanados para ir al estadio, los otros para reunirse en uno de los múltiples sitios que la ciudad prestó para sobrevivir a la ilusión.
Mientras el estadio preparaba el tifo y el espectáculo de luces, en los bares y parques de El Poblado, El Lleras, La Motta, la 70, Manrique, El Salvador, Centro y el resto de la ciudad, los ansiosos hinchas empezaban a gastar las uñas, otros enrojecían sus palmas con aplausos y otros desde ya se ponían afónicos.
Fue el gol de Miguel Borja el que desató miles de acciones en 10 segundos: el grito descontrolado, el hombre que regó su vaso de cerveza o su copa de guaro, el que lanzó la pólvora, el que se abrazó con un desconocido, el que se quitó la camiseta...
Y Medellín se tiñó de verde más que nunca. No había cuadra sin camiseta de Nacional. Muchos agarraron a sus vecinos de puro nerviosismo. Y los que prefirieron la “tranquilidad” de su casa sufrían con su familia o se desbocaban demostrando sus sensaciones en las redes sociales.
El conglomerado verde seguía siendo un sinfín de emociones: silencio por el penal no pitado a su rival, sufrimiento cuando la pelota estaba cerca de Armani y maldiciendo cuando Borja o Marlos no lograban enfocar el segundo.
El pitazo de Néstor Pitana sonó, mientras sus largos brazos decretaron el fin de 27 años de espera. Los desconocidos se abrazaron, las medias de güaro y los vasos de cerveza volaron, pero lo importante eran todas esas cosas que pasaban, no por la mente, sino por el corazón de los hinchas que expresaban “¡somos campeones continentales!”.
Medellín ya es continental. Una ciudad que se cubrió de harina, huevos y gente que prendió la Feria de Las Flores. Pero, sobre todo, un manto verde y blanco de júbilo.