Cuando nadie lo imaginaba, Chris Froome sorprendió al lanzar un ataque incontestable en pleno descenso, maniobra suicida que aún se mantiene presente en la mente de los espectadores del ciclismo.
Ese día, a tumba abierta, a una velocidad que promediaba los 90 kilómetros por hora, el británico cimentó lo que sería su tercera conquista en el Tour de Francia.
Era la octava etapa de la carrera con final en Bagnères-de-Luchon, donde no solo entró victorioso sino que se apoderó de la camisa de líder y que protegería hasta el final en París.
Pero para hacerlo tuvo que superar varios retos, de los cuales salió airoso como si se tratara del mismísimo Forrest Gump, como lo apodaron en las redes sociales.
El nacido en Nigeria, pero nacionalizado inglés, demostró que en todos los terrenos podía hacer la diferencia. Se defendió en el llano, la montaña y contra el reloj, esta última modalidad en la que se impuso en la fracción 18 en Megève.
Pero también causó sensación, admiración y hasta gracia cuando en la jornada 12, rumbo al Mont Ventox, se vio obligado a correr, sin bicicleta y como si se tratase de un triatleta, hasta ser auxiliado por su equipo. Había sufrido una caída, tras chocar, con otros rivales, con una moto. Perdió tiempo, pero por “justicia deportiva”, como lo expresó la organización del Tour, no cedió el liderato.
También sufrió el pasado viernes tras una seria caída rumbo a Mont Blanc. Pero pese a los raspones en su cuerpo, se paró como un resorte, se montó en la bicicleta de su compañero Geraint Thomas y siguió a gran velocidad para recuperar el tiempo cedido. En el Tour, Froome se mostró como un súper humano. Un sensacional campeón.