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CUANDO EL ESTADO ES SINVERGÜENZA

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    CUANDO EL ESTADO ES SINVERGÜENZA |
13 de octubre de 2013
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Para el ciudadano común y corriente, que paga impuestos y coge filas, que vota en elecciones con la convicción de defender la democracia, que se abstiene de cometer hasta mínimas infracciones de tránsito y no sólo respeta la legalidad sino, ante todo, la eticidad y moralidad de los actos públicos y privados, es decepcionante saber que todos los días al amparo de los poderes del Estado se enseñan pésimos ejemplos y no se demuestra una consistente vocación pedagógica.

¿Quién garantiza la autoridad moral de la autoridad, si desde los tres poderes que tienen la misión constitucional de hacer las leyes, ejecutarlas y salvaguardar el imperio del Derecho se infringen sin que pase nada las mismas normas que sí debemos observar sin falta los individuos que no estamos investidos de funciones públicas?

El nuestro figura en los ránquines más recientes como uno de los países más inequitativos del hemisferio. Equidad es mucho más que justicia positiva. Es una suerte de don natural que predispone el ánimo a vivir el espíritu de lo justo. Lo legal puede no ser equitativo ni ser ético. Legal es un decreto, mientras se ajuste a fórmulas y procedimientos jurídicos, así resulte tan escandaloso e indignante como el que dictó la semana pasada el Gobierno, con la aparente finalidad de compensar los casi ocho millones de pesos que perderían los congresistas por el reciente fallo del Consejo de Estado.

Un acto inequitativo acentúa las diferencias, como para establecer dos rangos absurdos, el de superhombres que devengan casi cuarenta veces más que el de los hombrecitos que sólo reciben un mínimo que todos los años pone en evidencia la cicatería de un Estado que, eso sí, no tiene ningún escrúpulo para derrochar el dinero de los contribuyentes en el pago de favores y servicios y en campañas propagandísticas y obras inconclusas.

Esa decisión, controvertida por motivos tan obvios que es redundante repetirlos, puede estar revestida de toda la legalidad posible. Pero las circunstancias políticas, las coincidencias que saltan a la vista, más la tradición negociadora instituida por legislativo y ejecutivo, la marcan como una maroma habilidosa (otros la calificarán de jugada magistral) para bloquearle al Congreso la facultad fiscalizadora y controladora y sostenerlo como instrumento dócil y obsecuente al servicio de los intereses gubernamentales, en momentos de desespero por recobrar puntos en las encuestas que dictaminan una pérdida constante de favorabilidad y el riesgo patente de que se malogre el objetivo reeleccionista.

Tiene uno derecho a temer que esté consolidándose en el mundo un modelo de Estado que antepone el pragmatismo y los intereses particulares al bien común, que alardea de su inagotable capacidad transaccional, que recubre de legalidad la ausencia de moral pública. Un Estado inverecundo, sinvergüenza.

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