Aunque la razón de ser de las campañas electorales es dar a conocer los candidatos y sus propuestas en el electorado, debería existir una coordinación para que todo llegue en sus justas proporciones. Por ejemplo, tenemos reglamentación para el número de vallas, cuñas, pasacalles y demás piezas de propaganda para evitar saturación y crear un efecto contrario al que se busca.
Desde las elecciones presidenciales de 2010 viene ocurriendo un fenómeno parecido en el terreno de los debates. Los medios de comunicación, universidades, organizaciones sociales, colectivos de profesionales y demás grupos quieren hacer su propio debate entre candidatos; lo que no sería malo si éste en verdad fuera el escenario ideal para transmitir los mensajes de campaña a la mayoría.
Los formatos utilizados en estos encuentros no distan mucho de las encerronas que se les hace a las finalistas de los concursos de belleza cuando se les pide responder a una pregunta de fondo en poco tiempo. A las reinas al menos no les ponen límite pero a los candidatos los obligan a exponer una compleja estrategia en seguridad, movilidad o empleo en un minuto.
Se ha criticado la frivolidad de las campañas porque prima más la forma que el fondo de las ideas; en los debates actuales esa superficialidad se cumple al pie de la letra: gana el que sea más espontáneo y el que mejores clases de dicción haya recibido, no necesariamente el que más capacidad de ejecución tenga. Nada menos propicio que una seguidilla de preguntas en caliente para demostrar la fuerza argumentativa.
En países como España y los Estados Unidos existen comisiones que se encargan de la convocatoria y realización de debates electorales con obligatoria transmisión por cadenas de televisión y de radio en el horario de mayor audiencia. Estas reglas se definen con espacios más amplios, preguntas formuladas para exponer los programas y las diferencias entre unos y otros, pero no con el fin de buscar la caída de los candidatos, como ocurre en muchas ocasiones en nuestro medio.
Hay una connotación negativa adicional: los debates se convirtieron en el espacio que logran algunos para ahondar su guerra sucia, y burlando cualquier disposición de los medios que lo convocan, sacan de su maletín una dudosa artillería de ataques personales que aprovechan para presentar en horario Triple A.
Los que ganan más espacio después de estos encuentros no son los que exponen un mejor programa, sino los que más escándalo armen. Recordemos el debate presidencial en el que varios días después el tema seguía siendo si Juan Manuel Santos ofreció el ministerio de Defensa a Darío Montoya a cambio de su apoyo, como denunció Noemí Sanín.
El punto no es limitar por limitar el encuentro de los aspirantes a cargos de elección popular con la ciudadanía, sino establecer reglas del juego que den claridad conceptual de propuestas y personalidades de los candidatos. Hoy, con cinco debates a la semana, ese anhelo es un imposible.
Por querer hacer bonito, se hace feo.
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