Con escasos días de diferencia, pero cayendo casi que perpendicularmente el uno sobre el otro, los informes sobre criminalidad en las Américas, de la OEA, y de cultivos ilícitos de la ONU, ofrecen una fotografía completa del desafío que el crimen organizado representa para la estabilidad política, económica y social de la región.
Ambos estudios demuestran la relación directa entre narcotráfico y violencia en nuestro continente, pero en especial ofrecen una mirada integral a lo que el propio exdirector de la Policía Nacional, general Óscar Naranjo, denomina las 6T: Tráfico de estupefacientes, Tráfico de armas, municiones y explosivos; Tráfico de personas, Terrorismo, Tráfico de dinero y Tráfico de recursos naturales.
No es coincidencia. Por el contrario, es una macabra multinacional del crimen la que ha llevado a que en la última década, con contadas excepciones, la mayoría de los países del Continente hayan visto el crecimiento exponencial de sus indicadores sobre homicidios y delitos de alto impacto ciudadano.
Mientras Colombia, por ejemplo, pasó en 2000 de tener un índice de homicidios de 65 por cada 100 mil habitantes y un área cultivada con hoja de coca de casi 170 mil hectáreas, en 2010 el porcentaje de asesinatos por cada 100 mil habitantes se redujo a 37 y el área de cultivos ilícitos está en 64 mil hectáreas.
Caso contrario, y preocupante, es el que vienen afrontando los países centroamericanos, sometidos a una espiral de violencia producto de la trashumancia y la disputa territorial de los carteles de las drogas.
Para la muestra Honduras. Las cifras de criminalidad de la OEA lo sitúan en el primer lugar del ranquin de número de homicidios por cada 100 mil habitantes, con un promedio de 82, cuando el de todo el continente es de 15.6.
El promedio de Centroamérica y el Caribe es de 64 homicidios por cada 100 mil habitantes, siendo El Salvador el segundo país más violento de la región, con un índice de 64.7.
El hecho claro es que mientras Honduras no ha sido un país productor de coca, el que se haya convertido en zona de tránsito de drogas hacia Estados Unidos y Europa lo ha metido en la espiral de violencia del narcotráfico y sus delitos conexos.
México, epicentro hoy de la guerra entre narcos, pasó de 9 homicidios por cada 100 mil habitantes en 2007 a 19 en 2010, y se espera un aumento exponencial entre 2011 y 2012, con algo más de 20 mil asesinatos por año.
Perú y Bolivia, dos de los mayores productores de hoja de coca junto a Colombia, duplicaron sus índices de violencia en el último lustro.
De ahí la importancia de los dos informes, el de la OEA y el de la ONU, para definir una política hemisférica en la lucha contra el narcotráfico y los delitos trasnacionales. Una lucha que debe involucrar a Europa, África y Asia, los nuevos destinos de los carteles.
Tanto la OEA como la ONU destacan los esfuerzos de Colombia en materia antinarcóticos y en la reducción de los homicidios como una consecuencia favorable y directa de haber reforzado sus instrumentos institucionales, mejorado el acceso a la justicia y reducido la pobreza.
Lo que en últimas ofrecen la OEA y la ONU son valiosos elementos de análisis y posibilidades para diseñar políticas multidimensionales aplicables en todo el hemisferio, como quiera que son coincidentes los fenómenos asociados a la criminalidad, y concomitantes las decisiones gubernamentales para combatirla.
Es hora de encaminar los esfuerzos para convertir la lucha contra el narcotráfico y su cadena delictiva en una política mundial por la seguridad humana. El combate a las drogas, como dice el General Naranjo, “ya no se concibe sólo como un problema de seguridad y salud pública, sino como una defensa integral de la democracia”.
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