El matoneo escolar, como forma de tortura física o psicológica, es tan antiguo como la pedagogía pero tan desbordante en cualquier sociedad como la delincuencia organizada. Las normas legales se estrellan contra la realidad. En Colombia rige desde marzo del año pasado la Ley 1620, que establece el sistema nacional de convivencia en los colegios, pero no está asegurada su eficacia mientras carezca de instrumentos preventivos y coactivos más severos.
He conocido en estos días varios casos indignantes y dolorosos del llamado bullying, de los cuales han sido víctimas niños de kínder torturados por compañeritos que les han causado lesiones físicas visibles, además de los daños morales correlativos. A pesar de las disposiciones legales, he notado entre algunos maestros e incluso entre asesores psicológicos una indiferencia casi cómplice, amparada en el argumento de seguir diagnosticando conflictos familiares que saltan a la vista.
La ley es riquísima en conceptos sobre derechos humanos, dignidad de las personas, tolerancia y convivencia. Es completa en materia de definiciones sobre el respeto para la vida en comunidad. Establece los comités de convivencia en todos los niveles, desde los establecimientos educativos hasta la nación. Es un excelente catálogo de buenas intenciones. Sin embargo, no se diferencia de las exhortaciones habituales en colegios y escuelas. Creo que afronta el matoneo como una eventualidad, como algo hipotético y no como una realidad patente que se les sale de las manos a los pedagogos.
Matoneo hay en todos los países y no sólo en el ámbito escolar. Hasta en los grados superiores de la educación se nota cada día y en Colombia, en la modalidad de acoso laboral, refleja el incremento patético de la intolerancia, la explosión de aborrecimientos de superiores a subalternos, entre compañeros de trabajo y de estudio y de subalternos hacia jefes. Golpea en todas las direcciones. Se extiende como una mancha tenebrosa ampliada por la intimidación, la amenaza, el miedo y la inacción.
La consigna debe ser de cero tolerancia. Lo más indicado es forzar el funcionamiento de los comités de convivencia en los colegios y que si es preciso se acuda a las secretarías de educación. Pero la prevención, que es fundamental, no se logra sólo mediante buenos consejos ni empapelando las paredes de los salones y corredores con carteleras contra el bullying.
Para que los nobilísimos propósitos de maestros, papás, legisladores y ejecutores de las normas no se traduzcan sólo en disposiciones normativas y actitudes simbólicas, lo que falta es dotar los comités de convivencia con equipos de una suerte de policía escolar contra el matoneo, que vigilen, avisen y procedan de modo inmediato y eficiente para impedir la acción dañina de menores delincuentes peligrosos para las comunidades educativas y la sociedad
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