La decisión del parlamento inglés de no apoyar un ataque a Siria, como lo proponía su primer ministro David Cameron, es un revés de proporciones incalculables para Barack Obama. La relación de Inglaterra y Estados Unidos, como esa pareja indivisible que cabalgó unida buena parte del siglo XX y la etérea guerra contra el terrorismo del XXI, sufrió un golpe a sus cimientos.
Que Londres no acompañe a Washington en su guerra es muestra de que el mundo marcha por nuevos caminos en los que EE. UU. está mermado en credibilidad e influencia.
El culpable de este viraje de una de las relaciones bilaterales más sólidas de Occidente es Irak en 2003, cuando el gobierno de George W. Bush mintió sobre las armas de destrucción masiva para llevar a la guerra a su pueblo y, entre muchos otros, al pueblo británico. La locura de la invasión a Irak le costó al británico Tony Blair su respeto político y a Estados Unidos le agujereó su nombre de líder mundial.
Por eso ahora Inglaterra le dice no a su aliado. No va a ningún lado con Estados Unidos a pesar de que lo pida Cameron a un legislativo que controla con mayoría y del que esperaba un fácil y rápido espaldarazo.
Obama sorprendido, sin su principal socio, prefiere ahora pedir autorización a su propio Congreso para evitar ese halo de unilateralidad que rodeó las acciones de su antecesor.
Que Bashar Al Asad es un tirano sádico no se pone en duda tras la muerte de más de cien mil personas en Siria desde que empezó esta guerra civil. Sin embargo, un ataque contra su régimen desde el mar, con objetivos claros y de corta duración, parece incluso dudoso si se fundamenta en pruebas mostradas por la inteligencia estadounidense.
La matanza de cerca de mil quinientas personas, la mitad de ellos niños, con armas químicas es una salvajada que no puede quedar impune. Lo que algunos dudan es que realmente la haya cometido Al Asad, quien para entonces sabía de la presencia de expertos de las Naciones Unidas.
Reportes de la agencia Associated Press han llegado a la conclusión, sorprendente, de que es muy probable que el ataque químico fuese un error de los mismos rebeldes sirios que van contra Al Asad. Estados Unidos dice justamente lo contrario: culpa al presidente y por eso quiere atacar, desde barcos y evitando una incursión terrestre.
¿Pero cómo o por qué creerle a Washington? No hay que, y ese es el punto. Ya no hay un imperativo que obligue a confiar en la Casa Blanca. En Europa consideran que puede seguir mintiendo o que incluso, así esté en lo cierto, una guerra como la de Siria es un tiro al aire que puede herir a los europeos en la próxima curva de la historia.
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