Ella quería que fuera alguien en la vida y él escogió ser el autor intelectual y material del agobio de su madre. Aprovechó su buen pulso para disparar armas, empleó la constancia para cobrar vacunas, aplicó su creatividad para diseñar crímenes, dedicó el orden para administrar plazas de vicio y utilizó su liderazgo para dirigir un combo.
Ocho años más tarde, su mamá lo miró a través del vidrio del féretro, le detalló la curita que cubría su sien y simplemente le sonrió con ternura. Lanzó un par de claveles antes de que el sepulturero tirara la primera palada de tierra y se despidió con calma, como si se tratara de un hasta luego. Y un día después, cuando se acabó el efecto del sedante, comenzó a sentir sin anestesia el verdadero dolor de decirle adiós a un hijo.
Sofía* reconoció aquella sensación que la dejó desmadejada y sin aliento. Se parecía a los dolores de parto que 22 años antes sintió al traerlo al mundo. Tuvo que controlar su respiración, aspirar profundo y soltar el aire por la boca. Le llegaron calambres a las piernas y temblores a las manos. La diferencia es que no tuvo contracciones en el vientre sino en el pecho y, en vez del desprendimiento de placenta, sintió un desgarre de corazón.
Aún le zumbaba en el oído la bala inyectada con cianuro que terminó con su rol de madre en la tierra cuando parió la tristeza que sí la acompañaría hasta el final de sus días. Sofía rompió a llorar al no encontrar preguntas qué hacer ni a quién echarle culpas porque tenía todas las respuestas, ya sabía cómo moriría su hijo y tenía muy claro el porqué de todos sus enemigos.
El hijo del diablo
La Negra* intuyó la vocación de su hijo cuando salía a cazar gatos negros. "Amá, hay que descabezarlos y chuparse la sangre pa' perder el miedo". Mientras escuchaba los espeluznantes relatos sobre persecuciones nocturnas a felinos inocentes, se daba la bendición y se comía las uñas al imaginarse cómo los degollaba y les arrancaba los bigotes.
Apenas se estaba iniciando en su carrera delincuencial cuando cayó a la cárcel. La Negra creyó que tal vez allí aprendería su lección, pero llegó justo a la escuela donde concentraría todo su tiempo libre para hacer los peores contactos y entrar en materia para dejar de ser un principiante en el mundo del hampa. Cada domingo de visita le exponía a su madre sus adelantos. Le mostraba las armas hechizas que aprendió a fabricar, le narraba las técnicas de tortura que le enseñaron en el patio y le enumeraba los reconocimientos que obtenía cada semana "por ser tan parao" y tan vulgar con la guardia.
"Usted está muy niño para esas vueltas", "decime qué te hizo falta", "explicame qué necesidad tenías de meterte en esto", le preguntaba La Negra con un tono de resignación y un charco en los ojos cuando el hijo que se rindió en el colegio, le contaba con orgullo que al salir de prisión haría la práctica en una de las bandas con más trayectoria criminal en la ciudad.
"Ma, te lo mato", le advirtió antes de que se le ocurriera rehacer su vida y conseguirse un novio. La Negra no sabe cómo lo hace, pero su hijo ausente todo lo ve, todo lo escucha y todo lo sabe. Su último pretendiente terminó de bastón, con la puerta de la casa llena de agujeros y demandando a su ex amada por tantos daños y perjuicios.
"No le cuenten los problemas ni le pongan quejas", advierte La Negra a los otros hijos para evitar tragedias ajenas. Cuando una vecina del barrio pecó por ignorante y le inventó un chisme, La Negra le suplicó a su hijo que la disculpara porque ella no sabía lo que hacía. Le imploró piedad, intentó disuadirlo con un sermón sobre el perdón y el olvido, trató de rebajarle la condena que él mismo sentenció y, ni las lágrimas de su madre, lo convencieron de cobrarle las cuentas y liquidar a una simple chismosa: "Nadie se mete con mi cucha".
Aunque a primera vista lo confundió con una prostituta, lo reconoció porque no sabía caminar en tacones. Le causó gracia verlo con peluca, vestido, colorete, labial y pestañina. Pero cuando le miró el bolso negro que le colgaba del hombro, predijo una desgracia porque ahí llevaba el kit completo para un homicidio. Antes de que sacara el revólver, La Negra corrió y le imploró a su vecina "Niña, corra, móntese en un taxi. No pregunte y váyase". La chica ronca, de piernas peludas, solo hizo una llamada para que el personal de su oficina interceptara el vehículo amarillo, castigara a su objetivo y le hiciera la "vuelta completa".
"Salite de esto", le suplica La Negra mientras estriega la camisa salpicada de gotitas rojas que acaba de quitarse su hijo. "Yo no quiero que me den la noticia de que te mataron", insiste al mismo tiempo que él se lava con orina para quitar las evidencias de plomo en sus manos. "Aquí vinimos fue a morirnos y el día que me maten, tenés que cantar y bailar. Y si derramás una lágrima por mí, te juro que en pleno velorio me levanto del cajón, ¿oíste?".
"Ojalá me llegue a viejo"
"Si no es a él, es él", piensa Maruja* mientras prende la veladora en las noches de tanto fuego en el barrio, luego murmura: "Chuchito, me tenés que cuidar al niño" y recita la Oración del Bien Morir para que a su hijo no lo reclute la muerte en esta guerra sino en la vejez.
"¿Cómo le fue papi?", le pregunta cuando lo ve. "No me pregunte nada", concluye tajante. Al otro día, al escuchar la noticia de la masacre, asocia su cercanía con la escena del crimen, se siente aludida y culpable por el dolor de las madres de las víctimas.
Cuando sale a la calle, escucha los susurros, nota cómo se codea la gente de la cuadra y percibe el desprecio de las mujeres porque su hijo firmó un contrato de exclusividad con la violencia y rechazó un proyecto de vida. Todos saben que "es la mamá del cucho", que vive en la casa de la familia que desplazaron del barrio y que "hay que tratarla con mañita".
Lo que no saben es que esa viejita sueña con que un día cualquiera su hijo le celebre el día de la Madre y deje de ser una N.N en su corazón. "Que le lleve un ramo de flores artificial, que la deje prepararle el almuerzo, abrazarlo y darle un besito en la mejilla como cuando era un niño". Y mientras un par de lágrimas se preparan para saltar de sus ojos, se despide de su fantasía y confiesa : "(...) yo sé que solo soy una lagañosa y un estorbo para él. Si me matan, le hacen es un favor...".
Al paredón
La Negra está buscando para dónde irse porque, después del último espectáculo de su muchacho, la propietaria le pidió la casa. Maruja no tiene que pagar arriendo pero cada noche salen a pedirle cuentas los espíritus de los informantes que otrora su hijo y sus secuaces torturaron en esa misma casa. El difunto joven de Sofía intentó dictarle cursos "de cómo jalar un gatillo" y "de dónde buscar caletas y escondites" a su madre cuando le daban preavisos menos diplomáticos y le tiraban boletitas anónimas debajo de la puerta que decían: "Tiene 24 horas para largarse".
Maruja no se cree capacitada para resistir la fatídica pero tan esperada noticia. La Negra casi termina en urgencias cuando su muchacho perdió un pulmón en un atentado o cuando le mostró el dedo que le volaron jugando la ruleta rusa. De hecho, Sofía siempre le suplicó a Dios que no le permitiera encontrarse con el croquis del cuerpo de su hijo sobre el pavimento ni con la bolsa negra donde lo empacaran.
"¿Qué me faltó? se ha preguntado cada una de estas madres. Y solo a una le llegó una respuesta. "Tal vez un padre... levantar a un hijo sola es difícil y en un barrio en guerra, peor (...) ". ¿Qué ha sido lo mejor de ser madre? Las tres coincidieron en el mismo silencio. Una se encogió de hombros mientras exclamaba "¡Jmmm!". Otra confesó: "Ahí sí me corchó". Y la última, suspiró y respondió con total certeza: "Lo único que sé es que... lo peor es entregárselo a Dios".
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6