Si lo que se hereda no se hurta, hay quienes honran toda la vida el ejemplo de sus padres. Y en este caso, no podía ser otro el resultado de mezclar la templanza, el rigor, la disciplina y la sabiduría del padre, con el humor, la picardía, la humildad y el profundo amor de la madre por sus hijos.
Ana Mercedes Gómez, la exdirectora de EL COLOMBIANO es, con exactitud de relojero, el híbrido perfecto entre Fernando Gómez Martínez, Atite, su padre, y Bertha Martínez, Aya, su mamá. Del primero, que ella misma definió como “su mejor texto de periodismo”, heredó la convicción, la ética y la responsabilidad. En Aya, su “mejor texto de vida”, encontró la fórmula mágica para burlarse con decoro de las atribulaciones de la vida y hacer de la música un bálsamo para el alma.
Ana Mercedes nació a destiempo, pero no por equivocación. De los once hijos que tuvieron don Fernando y doña Bertha, los primeros 10 llegaron a este mundo con diferencias de cronómetro, pero Ana Mercedes tardó casi siete años en aparecer para cumplir parte de la misión que años más tarde le sería encomendada: dirigir el buque insignia, EL COLOMBIANO, así ella nunca hubiera podido aprender a manejar una bicicleta. “Ha sido una torpe inteligente, que ha sabido sacarles partido a sus sanas frustraciones”, según sus hijos, Julián y David Mora.
Cosa rara esa de no saber manejar bicicleta, pero sí haber aprendido a caminar sobre un barco. Tenía casi un año cuando sus padres se fueron a vivir a Holanda, pues Fernando Gómez había sido nombrado Embajador Plenipotenciario en los Países Bajos. Vivían en un hotel para diplomáticos, pero lejos estaban de la ostentación y el derroche de estos tiempos. Ana Mercedes era la única niña en medio de “adultos importantes”, y en la exploración del mundo que los pequeños hacen, ella encontró un lugar donde pocos de su edad habrían escogido para jugar: la cocina del hotel.
Como lo sería entre sus hermanos, Ana Mercedes era la consentida de todos. Sus juguetes fueron las ollas, las tapas y los cubiertos de la cocina del hotel y sus mejores amigos unos patos que deambulaban por las zonas verdes del edificio de la Embajada. Con ellos hablaba mezclando palabras en español y holandés, pero era frecuente escuchar que les decía algo así como “kei ki vou”, sin saber que esa expresión, en holandés, significaba “por qué me miras feo”. Los patos jamás se lo explicaron.
Como sí se explica que sus primeros años en Holanda, y los mimos que allí recibió, la marcaran tanto. Cuando sus padres regresaron al país, Ana Mercedes seguía siendo tan mimada como caprichosa. Esther, su hermana mayor, se convirtió en su segunda mamá y no pocas veces tuvo que transformar la casa en una especie de cocina holandesa. La niña seguía jugando con ollas, tapas y cubiertos. Esa era la ventaja de ser la menor y la inmejorable oportunidad para acompañar a don Fernando y doña Bertha, en momentos en que el resto de los hijos ya se habían vuelto demasiado “serios y responsables”, sobre todo para el gusto de su mamá.
Porque si algo pudieron comprobar los hijos de Atite y Aya es que era cierto eso de que ambos pudieron ser felices “por incompatibilidad de caracteres”, como decía don Fernando. Doña Bertha no sólo era una caja de música, sino que se esmeró en hacer con Ana Mercedes una orquesta completa.
Le enseñó a tocar la guitarra y no pocas veces le hizo la segunda voz a su hija. Así que entre rasgada y rasgada de cuerdas, ambas lograron el acople perfecto entre lo que era la humildad, la solidaridad, el respeto por el otro y, sobre todo, el amor por los hijos, así tuviera que recurrir a su vocación actoral.
Cuando cumplió los 80 años. Vivían en la casa de Prado, y sus hijos llegaron a celebrarle tan especial aniversario. Pensaron que iba a estar lista para la ocasión, y vaya que lo estaba. Doña Bertha se les apareció vestida de futbolista y dispuesta a jugarse un “partido aparte” con don Fernando, que no ocultó su malestar y les pidió a sus hijos que no le fueran a tomar fotos, porque se veía “ridícula”.
Ana Mercedes fue primero mamá que periodista, y podrá dejar de ser periodista, pero jamás mamá o abuela. Los niños son su debilidad. Ha sido nerviosa para las cosas menores, pero se convierte en un roble cuando llega la tempestad. Tiene la capacidad de acordarse de esos detalles en los momentos más inesperados. Como pasó cuando murió su hermana, María Victoria, y ella se acordó que a Andrés Ortiz, uno de sus hijos, desde niño le gustaban las milhojas que su mamá le compraba. Ana Mercedes atravesó Bogotá para conseguirle una y se la llevó cuando todo el mundo estaba triste.
Ha sido la música la válvula de escape con la que la exdirectora de EL COLOMBIANO ha podido sortear los tiempos huracanados, y no pocas veces tormentosos, que golpean con fuerza ese barco de papel que es un periódico. Pero al mal tiempo, una buena guitarra y un micrófono. Ana Mercedes era capaz de salir a la medianoche después de cerrar la edición, o llegar de un largo viaje, y llamar a Óscar, su profesor de música, y ver el amanecer del otro día sin asomos de cansancio ni fatiga ni hambre, “porque tocar la guitarra y cantar era como alimento para su alma”.
Alrededor de la guitarra, Ana Mercedes ha conseguido armar un ejército de amigos irrestrictos y leales con los que realiza las cantatas, una especie de cofradía de intérpretes fallidos con los que es capaz de alborotar el vecindario y, si amerita la ocasión, obligar a los vecinos a llamar a la policía. Como en Boston, donde vivió algunos años al lado de su hermana Pilar, el esposo de ésta, Raúl, y era costumbre reunirse con otros amigos en su apartamento para sacarles un quejido a las cuerdas de su guitarra.
Aunque no por ella, sino contra ella, la música también le jugó malas pasadas. Estaba en la universidad y su corazón comenzaba a latirle más ligero. Sobre todo cuando veía a uno de sus compañeros y su estómago tenía mariposas amarillas. Una noche, previo a un paseo, Ana Mercedes se fue a dormir a casa de su compañera y amiga Elizabeth Koller, y su “enamorado” creyó encontrar la oportunidad de su vida para conquistarla. Le llevó una serenata, pero la finura de la música estaba lejos de la “altura y el gusto de los inquilinos”, entre ellos Ana Mercedes. No habían entrado en calor cuando a los serenateros se les ocurrió cantar “La mula rucia”, y lo que iba camino del altar se convirtió en infierno para ellos y el enamorado. Y algo le tocó de eso a Ana Mercedes.
La mamá de Elizabeth salió furiosa a reclamarles por la ordinariez, los puso pies en polvorosa y hasta ahí llegó el incipiente romance. Hasta el día de hoy, entre chanza y chanza, Ana Mercedes sigue pensando que tal vez le espantaron su príncipe azul, si no, otro “gallo hubiera cantado”, de no haber sido tan exigentes con los músicos. Lo que sí fue cierto es que “La mula rucia” nunca ha estado en el repertorio de canciones, ni de Ana Mercedes ni de sus amigos en la cantata.
Cosa que sí ocurre con el tema Fernando, del grupo Abba, que ella siempre entona con especial emoción, pues le recuerda a su padre y el coraje que siempre vio en él. Su esposo también se llama Fernando. O Golondrinas, Tus ojos son, El Limonar, la Isla de Capri, Candilejas..., que hacen sentir que tiene a su lado a doña Bertha, a sus hermanos, sobrinos y primos. Sin contar que le era fácil pasar de un pasillo o una canción de música protesta a interpretar una balada de Bob Dylan, un dulce villancico o una ópera.
Pero como no sólo se vive de la música, en especial cuando se tiene la misión de dirigir un periódico, Ana Mercedes ha sabido interpretar cada momento de su vida. De ser niña cuando se necesita dar cariño, de ser madre cuando se tienen hijos, de ser jefe cuando hay que tomar decisiones y hasta de ser crítica de algunas posiciones de la Iglesia cuando se es profundamente cristiana, más que católica, que también lo es. “Soy hecha a la medida de la Doctrina Social de la Iglesia”, dice ella.
No ha sabido de fanatismos, sino de convicciones. Y cuando le tocó cambiar de posiciones, lo hizo, pero no por presiones. Por ejemplo, cuando muchos la etiquetaron y la siguen etiquetando como ultraconservadora o “furibista”, ella fue capaz de hacer campaña por Luis Carlos Galán, vestirse con las camisetas del Nuevo Liberalismo, y decir que Alberto Lleras Camargo ha sido uno de los mejores presidentes en la historia del país.
Fue capaz de ser crítica, con argumentos, de Álvaro Uribe como Gobernador de Antioquia, y no haber estado de acuerdo con la conformación de grupos de justicia privada, porque consideraba que el monopolio de las armas debía estar en manos del Estado y no al servicio de particulares. Las llamadas Convivir, reglamentadas por el Gobierno de Virgilio Barco, fueron vistas por Ana Mercedes, y muchos otros, como un paso al vacío y un instrumento más de violencia, que no de paz.
Y aunque le encantan los aviones, Ana Mercedes sí tiene reversa. Ha reconocido que se equivocó con Uribe en algunas cosas, pero jamás le ha entregado su independencia. Lo apoyó en su gobierno con visión crítica y no fueron pocos los editoriales de EL COLOMBIANO en los que se llamó la atención sobre los riesgos de minar la independencia del Banco de la República por parte del Gobierno, o el error de haber descabezado al General Mario Montoya, o los vacíos en el sistema de salud.
Tal como lo hizo con el Presidente Juan Manuel Santos, a quien apoyó en su candidatura, pensando en que cumpliría la promesa de mantener y fortalecer los pilares de su antecesor en seguridad democrática, la confianza inversionista y la cohesión social.
“Durante mis 22 años como Directora, me tocaron seis presidentes. Con todos tuve diferencias y afinidades. Pero con el único que tuve que enfrentar presiones, directa e indirectamente, fue con el actual. En tres ocasiones y en momentos distintos, Santos me envió a emisarios suyos para decir que les bajáramos el tono a los editoriales. Les dije que iba a reflexionar y a mirar si habíamos sido injustos, pero comprobé que no. Y por eso me mantuve en la misma línea. Eso tuvo un alto costo para mí”.
Y no fue el único que asumió. Buscar la paz, abrir espacios para encontrarla o tener que cerrar las puertas cuando vio que era un peligro para el país no hacerlo, le significaron angustias, no pocas amenazas, y múltiples reconocimientos.
Haber creado una sección de Paz y Derechos en EL COLOMBIANO y capacitar a sus periodistas en Derecho Internacional Humanitario fue consistente con la misión de generar un lenguaje de paz, no de guerra. Nunca quiso ser ministra y “menos se creyó el cuento del poder”, aunque lo tuvo todo.
“Siempre nos enseñó la ética, los valores y la solidaridad. Nos dijo que todos éramos iguales. Que aplicáramos siempre la fórmula de darle poco al que tiene mucho, y mucho al que tiene poco”, dicen sus hijos.
De eso dan fe sus mayordomos. En los diciembres, el paseo a Comfama era parte del ritual navideño y los primeros que aseguraban tiquete no eran sus hijos, sino los de sus trabajadores. Para todos había regalos y siempre compró de más para cuando la ocasión lo demandara.
Ahora la vida le ha devuelto con creces parte de esa generosidad: su nieto Agustín. Y con él, la vida de Ana Mercedes ha vuelto a comenzar. Tal vez Agustín ya no aprenda a caminar sobre un barco, pero sí tendrá la guía y el timón de la mujer a la que un periodista francés definió con magistral precisión, pese a que la había acabado de conocer: “une femme de classe”.
Eso es Ana Mercedes: una mujer de clase.
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