Es tarde en la noche. Sandra camina por las estrechas calles de un barrio en el noroccidente de Medellín. La luz tenue de las lámparas del alumbrado público parpadean, un silencio profundo se ve interrumpido por el ladrido de un perro sobre un tejado. La mujer continúa su camino, sube una empinada loma, todavía la separan de su casa docenas de escaleras y un par de callejones.
De pronto, un ruido de pasos. Sandra voltea asustada, y alguien la saluda: “Está muy tarde para andar por acá caminando y sola…”. Desde las sombras de la esquina de una casa, tres hombres jóvenes emergen con semblantes serios, vistiendo chaquetas holgadas que los protegen del frío y ocultan sus armas. El joven vuelve a hablar: “Venga la acompañamos, a esta hora la calle es peligrosa…”. Y Sandra sonríe, con timidez, mientras los tres hombres la escoltan a su casa.
Para usted y para mí, el desenlace de esta historia solo podría ser trágica. Pero no lo es. Sandra llegó a su casa sin ningún problema esa noche. Los tres hombres, luego de acompañarla, regresaron a su esquina del barrio, a su patrulla nocturna por las calles del lugar donde opera su combo delincuencial.
En efecto, en la noche cuidan, además de su negocio de venta de estupefacientes y extorsión, a los transeúntes; en época escolar regalan kits para los niños del barrio, se suman a las celebraciones barriales con comida, trago y pólvora, y cuando es del caso, intervienen para “regular” los conflictos sociales o castigar a un ladrón, un violador o algún personaje que abusa de su cónyuge.
En contraprestación, algunos vecinos del barrio les avisan a los “pelados” del combo cuando hay una redada de la policía o los esconden en sus casas si un combo de otro barrio los persigue. De igual forma, pagan la extorsión que les cobran sin chistar, y se sienten bien cuando todos en el barrio la disfrazan de legitimidad con la expresión “cuota de seguridad”.
Dos asuntos podrían explicar este fenómeno de lealtades barriales a grupos delincuenciales. Por un lado, los lazos familiares y comunitarios de dicho combo con el territorio donde ejerce su control. Por otro lado, una racionalidad espontánea, un cálculo algo inconsciente en el que los miembros y líderes de la organización delincuencial han comprendido que si “gobiernan bien” sobre los ciudadanos que viven en su territorio, esto repercute en la lealtad y apoyo por parte de la comunidad.
¿Cómo pelear contra aquellos que son más legítimos -aunque ilegales- dentro de una comunidad? ¿Qué puede ofrecer la lentitud y la ineficacia del Estado contra la celeridad y la eficacia -ilegal, pero real- de los grupos delincuenciales que controlan muchos de los barrios de la ciudad? La frustrante realidad es que, al final, no hay respuestas ni claras ni sencillas.