El antitodismo es esa corriente negativa, pesimista, casandrista y destructora que arremete contra todo lo que sea institucional o se le parezca, pero no propone alternativas porque sólo tiene imaginación y capacidad inventiva para demoler. Aunque tendría algunas afinidades con el deconstructivismo ideado por Derrida y otros filósofos posmodernos, se le diferencia porque este al menos preconiza el caos controlado, por ejemplo en las artes. El estimulante más poderoso del antitodismo está en la subversión desde el Estado y lo forman las pandillas de sinvergüenzas que abusan del poder e imponen la malicia, la mala fe, la picardía y el aprovechamiento de lo público para el beneficio privado.
El antitodismo puede ser más un estado del ánimo que una actitud racional, pero es obvio que, en una situación como la de este país, se base en realidades objetivas. Muchas personas que todos los días están comprobando cómo surgen hechos de corrupción, cómo aparecen sujetos que llegan a los puestos oficiales con la sola intención de privatizar la función pública, cómo se actúa en forma descarada en detrimento de los ciudadanos que pagan impuestos y cumplen las normas para que el país funcione, acumulan motivos para creer que todo anda mal, que la autoridad no merece respeto y que las instituciones hay que hacerlas implosionar cual si se tratara de uno de esos edificios construidos con ahorro delictuoso de materiales.
A veces parece como si desde algunos medios periodísticos de radio, prensa, televisión e internet estuviera orquestándose una estrategia antitodista, a partir de casos que pueden ser aislados, individuales, pero que se maximizan como si representaran un todo institucional. Que unos cuantos vagamundos usufructúen de modo criminal el poder que tienen dentro de las Fuerzas Armadas, no quiere decir que la institución delinca y deba demolerse. Que otros facinerosos muy cachacos se doctoren como estraperlistas y se hiperenriquezcan a costa de los particulares y mediante negociados asquerosos, no significa tampoco que toda la administración de una ciudad esté derruida. Que una banda de malhechores armados de bolsas de dinero y cajas con pollos o tamales envueltos en hojas de bijao salga por los pueblos a comprar votos hasta dejar la impresión de que han ganado las elecciones, no demuestra que el sistema electoral tenga que ser derruido ni que la democracia representativa sea siempre una farsa.
Pero esos episodios de todos los días, que no son generales sino insulares, así no prueben de modo concluyente que las instituciones delinquen, dan pábulo para que la actitud antitodista vaya generalizándose hasta dar un resultado tan inquietante como el de hace una semana, cuando entre el voto en blanco y la abstención sumaron más del 75% del comportamiento ciudadano. Como si retrocediéramos hacia una acracia primitiva.
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