Los dos quinceañeros, amigos entrañables, se trenzan en un cerrado duelo mientras los más pequeños observan sus movimientos con ojos de asombro.
El profesor Daniel Holguín, de pie en un lugar estratégico, les da una orden para que realicen otro ejercicio. Un estruendo retumba en ese sitio cerrado tras el contacto de sus cuerpos con la colchoneta gruesa y de colores vivos. Los deportistas se levantan acomodando sus ropas para continuar la exhibición.
Alrededor del salón azul la chiquillada, sentada y juiciosa, disfruta del talento de Rubén Darío Pereira y Alexis Úsuga, alumnos aventajados del semillero del barrio Las Estancias, más arriba de Caicedo.
Luego, con aplausos y frases de admiración premian y despiden a los dos luchadores que les dan paso a Kevin Gaviria y Víctor Zapata, dos niños flacos que intentan imitarlos.
La emotividad de los combates hace que, adentro, la temperatura aumente. Huele a sudor, mientras en un rincón, tirados y en desorden, reposan los tenis y medias sucias de este grupo de alumnos que acude allí dos veces por semana a los programas de iniciación deportiva del Inder.
Son 875 niños y jóvenes de Las Estancias, Villa Lilian, Villatina, San Antonio, Barrios de Jesús y Caicedo, sectores de estratos 1 y 2, localizados en el oriente de Medellín que, además de disfrutar sanamente de sus ratos libres, reciben su refrigerio, pues un estudio reciente detectó altos índices de malnutrición en la zona, según el coordinador Jorge Iván Agudelo.
Sueño de campeones
Rubén Darío Pereira es rubio y de ojos verdes. Llegó allí por invitación de su hermano que practica hapkido. Vive en Villatina, desde donde hace un año camina para forjarse como luchador. Dice que los mayores no le han contado nada de la tragedia de hace 21 años en la que murieron más de 300 personas en el que ahora es su vecindario.
Cursa noveno grado en la Institución Educativa Vida para Todos y sus sueños son "estudiar para ser alguien en la vida y convertirme en un campeón".
Con sus adelantos ya le coquetea a los escenarios de la Liga de Antioquia, pero advierte que no le alcanza el dinero para los pasajes y asistir con más regularidad. Su mamá es vendedora ambulante y también se rebusca el sustento como empleada por días "en casas de familia". Su padrastro labora en construcción.
Alexis Úsuga, al igual que su compañero, tiene puesta una gorra anaranjada. Vive con su mamá y su hermano mayor, pues su padre habita en otro barrio. Ella vende cosméticos por medio de una revista de Yambal.
El joven de tez trigueña y cabello abundante, con corte a los lados (la base, lo llaman), se dejó convencer por su vecino Rubén Darío, quien estudia en el mismo colegio y en idéntico grado, para incursionar en el deporte: "me dijo que esto era mera elegancia y lo pude comprobar; uno se tiene que esforzar y aprende muchas técnicas".
El profe Daniel es, para ambos, el ejemplo por seguir, y entre risas destacan "la moral que nos da". Aseguran que quieren llegar lejos, aplicando el adagio de que el discípulo supera al maestro.
El deporte de la lucha les encanta porque, añaden, "nos enseña a pensar rápido". Se lo gozan y encuentran allí un espacio para interactuar y compartir.
Tras un momento de silencio, Alexis dice, con algo de malicia, que la lucha también les sirve para defenderse de "alguien que esté bien loco en el barrio", aunque agrega que lo que le han enseñado es que en esos casos la mejor solución es correr.
Maestro en ciernes
En el mismo lugar, Casa de la Cultura de Las Estancias, a la que le falta un toque de pintura y donde se coordina toda la actividad recreo deportiva de la zona, otro grupo escucha con atención las instrucciones del profesor Normandy Hoyos.
Sentado frente al "tablero" de ajedrez, hecho en un material de lona y puesto sobre una mesa, Luis Fernando Agualimpia cranea la jugada para darle jaque mate a su contendora, una morocha como él. "Ella es buena, pero muy viva porque en un descuido me hizo trampa. Por eso le pedí al profe que me pusiera a jugar contra otro", comenta sin sobresaltos este muchacho flaco, de 1,73 metros de estatura, 14 años de edad y estudiante de séptimo grado.
El espesor de los lentes pequeños delata la miopía de este ajedrecista de padres chocoanos, quien se jacta de haber nacido en la Unidad Intermedia de Buenos Aires. Luego de subir cinco cuadras desde su casa, pasa tardes enteras practicando esta disciplina que "ayuda a desarrollar la mente y sirve para mejorar la concentración".
Es tanta su afición que, a veces, se le van las horas analizando jugadas y olvida sus tareas del colegio en el que, confiesa, no es el mejor. Excepto en inglés, su materia preferida.
De camiseta roja de manga larga con manchas negras, y topitos plateados en ambas orejas, las que se puso luego de sentir frente al espejo que le lucían y de recibir la aprobación se su mamá quien lo autorizó "con tal de que no estuviera en malos pasos", este morocho de dientes blancos y finos, y boca grande, no habla de los maestros reconocidos del juego ciencia. Por ahora se contenta con seguir el ejemplo y las enseñanzas del instructor Normandy.
Sin límite de edad
Para ir de allí hasta la cancha de fútbol de arenilla que tiene tribunas, en la que también se forjan sueños infantiles y juveniles, hay que subir una cuadra por un terreno empinado. A esa hora, jueves por la tarde, el escenario está vacío pero los habitantes del sector le dan vida los otros días de la semana con los semilleros y torneos.
Más abajo y luego de pasar la moderna construcción del colegio Vida para Todos y tras recorrer un sendero corto y pavimentado, en el que una pareja de amantes hace un alto para darse un beso, está la placa polideportiva techada.
Por un lado, un grupo de mujeres adultas, bien filadas y con pesas en sus manos, mueven sus cuerpos con suavidad y ritmo ante las instrucciones de una profesora morena de traje verde.
Gabriela Mazo, sentada sobre el cemento observa a sus amigas. Por recomendación médica debe esperar una semana para volver a la actividad que ya le hace falta, pues dice que en ella se "disipan las penas, brinda salud y permite conocer gente".
Con 23 años de vivir por esos lares, y madre de dos hijos ya mayores, ve con agrado a su costado el corretear de los niños de 6 y 7 años, que en medio del juego y bajo la mirada del instructor Carlos Mario Osorio y de sus colegas, descubren sus aptitudes para el deporte y el arte.
Así, entre risas e ilusiones crecen los hijos del barrio Las Estancias y sus alrededores, que a diario le hacen gambetas al estigma de la violencia, un fenómeno que por allí, dicen sus moradores, "ya es cosa del pasado".
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