Siempre he sentido atracción por el bando equivocado. Desde chiquillo. En las películas de vaqueros, me inclinaba por los indómitos y salvajes navajos, cherokees y apaches antes que por las casacas azules, con la frustración que llevaba aparejado verles hincar la rodilla una tras otra. Ni siquiera Errol Flynn, encarnando al general Custer en "Murieron con las botas puestas", logró que me pasara al 7° de Caballería. Siempre sentí predilección por la bandera confederada y por los uniformes grises de las tropas sureñas, condenadas a perder la guerra ante los yanquis por su indisciplina y sus escasos recursos bélicos. Pero, qué quieren que les diga, me imaginaba dueño de una plantación de Savannah, vistiendo una camisa blanca inmaculada, con un cigarro en una mano y un vaso de limonada en otra, viendo atardecer desde el porche de mi hacienda y se me quitaban las ganas de irme al Norte, por muy rico e industrial que fuera. Yo allí, en mi plantación de algodón, a 30 grados a la sombra y con una tenue brisa húmeda, estaba más pancho que nadie. Por entonces, era un niño, nada sabía de esclavitud ni de racismo.
Con el tiempo, la fascinación por los perdedores se trasladó al cine. De ello pueden dar cuenta las tropas imperiales y Lord Vader, que aún hoy cuentan con mi respaldo. Así, mientras el cine entero estaba deseando que Luke Sky Walker reventara la Estrella de la Muerte, un renacuajo de ocho años (un servidor) había sucumbido al reverso tenebroso de la fuerza y rezaba, desde su butaca, solo ante el mundo, para que Sky Walker se estampara.
Luego esta avería mía descubrió un filón en la literatura. Desde el Gregor Samsa de Kafka hasta los personajes de Dostoievski, Bukowski, Russo o Fante.
Por eso, nunca fui de Disney. En sus dibujos, el tierno de Walt siempre marcaba un abismo entre los buenos y los malos, de tal forma que era imposible decantarse por los villanos, fueran "cruelas", brujas o princesas enloquecidas.
Nada que ver con los personajes de la Warner, donde el "angelito" del Correcaminos se mofaba sin cesar en la cara del desgraciado Coyote. Imposible no aspirar a que uno de los ingenios de Acme funcionara correctamente y el burlador fuera burlado. Pero nada, debían de venir de China, oigan. En el universo de color pastel de Disney todo era blanco o negro, sin matices. Como la vida misma, vamos. El pernicioso efecto de sus películas aún lo estamos pagando en un montón de generaciones frustradas.
Por eso nunca he llevado a mis hijos a Disneylandia, esté donde esté eso. Me imaginaba rodeado de padres perfectos, de esos que nunca gritan a sus hijos porque no hace falta. Los mismos que siempre tienen una sonrisa en los labios y se levantan de buen humor, oliendo a jazmín y con mil juegos en mente para entretener a sus vástagos. Esa clase de padres en rosa y azul que siempre tienen tiempo para sus niños, que jamás discuten entre sí (sólo conversan) y nunca pierden la compostura. Me imaginaba allí y me daban náuseas. Quizá por culpa de la resaca, de los alaridos de mis criaturas, bestias endemoniadas desde que amanecen hasta que se acuestan o del agotamiento tras una semana de cierres infernales en el diario hasta las 11 de la noche.
Ahora descubro que Disney va a prohibir que los padres utilicen sus parques como guarderías. Al parecer, miles de menores de 14 años que disponen de pases anuales son abandonados durante las vacaciones en sus instalaciones mientras sus mentores se van a trabajar o a lo que sea que hagan. Pues bien, a partir de ahora deberán estar acompañados por un adulto. Ahora ya puedo llevar a mis hijos a Disneylandia sin sentirme un desalmado. Allí también hay lado oscuro.
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