-Yo sé lo que te pasa, hijo-, susurró el padre Nicanor cuando le dije que se me estaba a punto de reventar la cabeza.
-A todos nos llega a menudo ese tormento. En la cabeza estalla una catarata de ruidos y sonidos. Han estado ahí, casi a toda hora, durante toda la vida. Creíamos que éramos capaces de convivir con ellos. Hasta llegamos a pensar que no nos molestaban, que eran parte del desgaste diario de la cultura ruidosa en la que estamos metidos. Pero llega un momento en que el estrés o el simple agotamiento que brota de nuestros oídos bombardeados por el ruido, nos precipita en un derrumbamiento nervioso.
-Es cierto, padre. El ruido nos enferma, nos lleva al borde de la desesperación.
-Y no hay sino una cura: el silencio. ¿No has sentido ganas de huir, de escaparte físicamente de la batahola?
-Claro. Pero a veces no da resultado. Uno se encierra en su cuarto y descubre que ese ruido viscoso sigue atravesando puertas y paredes y allá se instala, entre las sienes.
-O te vas al campo, al mar, a un lugar solitario, y allí persisten los fantasmas ruidosos que te persiguen.
-Luego tampoco sirve el silencio, tío.
-Lo que pasa, hijo, es que el silencio en cuanto aislamiento de sonidos no basta. Hay que reeducar no sólo el oído sino toda el alma, para escuchar el silencio. Como se aprende a oír música, se aprende también a oír el silencio.
-Oír el silencio...
-Es todo un arte. Y no se trata sólo de una higiene para la salud del cuerpo, sino que abre horizontes interiores que no sospechabas. Cuando se toca la raíz del silencio se abren inmensas posibilidades a la propia realización, porque se está abrevando en la fuente misma de la que brotan todas las energías para actuar y para vivir.
-Está usted hablando como un gurú, padre Nicanor. No es ese su estilo.
-No soy un gurú, hijo. Soy, si acaso, un viandante contemplativo, más rendido que victorioso, pero así tiene que ser si queremos adentrarnos en nosotros mismos para rastrear el misterio de Dios. O si no te gusta que meta a Dios en esto, para buscar la serenidad perdida.
-Debe ser por eso, tío, que están tan de moda la filosofía y la espiritualidad orientales.
-Hay métodos, claro, para silenciarse. La meditación, la contemplación, la relajación, las técnicas de respiración, el yoga, etc.
-¿Usted qué me aconseja?
-Los métodos son buenos, pero no únicos ni definitivos. Lo importante es el descubrimiento de ti mismo en ese hondón del espíritu, donde suena "la música callada, la soledad sonora" de San Juan de la Cruz.
-Ya me extrañaba que no hubiera usted mencionado a sus místicos carmelitas.
-Son la fuente en que bebo. Te invito a que leas los místicos, de cualquier religión, de cualquier escuela. En ellos está la verdad, por encima de dogmas y de credos. Se es místico, o no se es.
-¿Eso no es como mucho para uno, padre?
-La mística tiene mala prensa. Se trata de ser fiel a la condición humana a la luz, o a la sombra, del misterio. No es cuestión de santonerías ni beaterías. El verdadero monje, decía creo que Stendhal, es el que vive en un cuarto piso que da a los Campos Elíseos. Y Unamuno decía que el verdadero contemplativo vive entre la multitud, en las calles de la ciudad.
-El secreto, entonces, es oír el silencio.
-Sí, joven. Oír el silencio. Una vivencia mística, no en el sentido estrictamente religioso, sino en cuanto apertura sincera del ser humano a algo que está más allá de la materia, más allá del ruido. Un silencio que para muchos puede ser la voz de Dios. Un mendrugo de felicidad.
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